“¿Cómo podré abandonarte, Efraín? ¿Cómo podré entregarte, Israel? ¿Cómo podré Yo hacerte como a Admá? ¿Cómo podré tratarte como a Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de Mí, se enciende toda Mi compasión.” (Os 11,8).
¡Si tan sólo pudiésemos conocer mejor el Corazón de nuestro Padre! Entonces empezaría a derretirse la capa de hielo que rodea nuestro corazón, de modo que su amor podría penetrar en él, transformándonos y haciéndonos capaces de amar como Él. Quien ama y quiere crecer en el amor, también debe estar dispuesto a sobrellevar sufrimientos, pues a menudo sucede que “el amor no es amado”, como se lamentaba un San Francisco de Asís. En las palabras que hoy escuchamos del Libro de Oseas, podemos conocer el Corazón de nuestro Padre. A pesar de todas las transgresiones de su Pueblo y de tantas ofensas a su amor, Dios no quiere dejarlo a merced de las fuerzas de la destrucción. Israel está indeleblemente tatuado en su Corazón (cf. Is 49,16) y tiene su sitio allí. Después de todo, fue Dios mismo quien creó a este Pueblo. Él lo llamó y se desposó con él con inquebrantable fidelidad: “Yo te desposaré para siempre (…); te desposaré en fidelidad.” (Os 2,21). Rechazar y abandonar a su Pueblo significaría para nuestro Padre hacer violencia a su propio Corazón. ¡Pero Dios no puede ni quiere hacerlo! Su compasión se enciende; es decir, se convierte en una llama que quiere apiadarse de la miseria del hombre. Dios quiere perdonar y no rechazar. Dios quiere conducir a los hombres de regreso a casa, y no abandonarlos en tierra extranjera. Dios sufre en la Cruz por aquellos que lo rechazan. Siempre es el hombre quien se separa de Dios y le es infiel. Siempre es Dios quien lo llama a volver a Él y le guarda fidelidad. “Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo” (2Tim 2,13).