“MI AMOR JAMÁS SE DIO POR VENCIDO”

Continuemos con la historia que nuestro Padre nos relata en el Mensaje a la Madre Eugenia para hacernos entender cuán grande es su amor por nosotros, los hombres. Recordemos que se trata de un alma que nunca daba las gracias por los beneficios que Dios le concedía, que lo ofendía, vivía sumida en una red de errores y el pecado mortal se le había vuelto habitual.

A pesar de todo el rechazo, nuestro Padre seguía acompañándola, como expresa en estas palabras dictadas a la Madre Eugenia:

«Continuaba siguiéndola; la amaba, y a pesar de sus rechazos, estaba contento de vivir pacientemente cerca de ella, con la esperanza de que quizá un día escuchase mi amor y volviese a mí, su Padre y Salvador».

Sin embargo, hasta poco antes de su muerte no había señales de cambio, a pesar de que nuestro Padre le hablaba con más bondad que nunca y no se rendía. Entonces pidió a sus elegidos que rezaran por esa alma para que acogiera el perdón que Él le ofrecía con inagotable paciencia.

Llegada su última hora, y cuando estaba a punto de expirar, este hijo pródigo finalmente reconoció sus errores, se arrepintió de su vida de pecado y murió con estas palabras en los labios: «A ti, que todo lo ves: por todo este mal que ves en mí y que reconozco en mi confusión, ahora te pido perdón y te amo, ¡oh Padre y Salvador mío!»

¡Nuestro Padre alcanzó su objetivo! Aquella alma se salvó, pues lo invocó como Padre. «Tendrá que quedarse por un tiempo en el lugar de expiación y, luego, será feliz por toda la eternidad».

Nuestro Padre concluye su relato diciendo: «Y yo (…) me regocijo ahora aún más con mi corte celestial, porque se ha cumplido mi deseo de ser su Padre por toda la eternidad».

¡Así es nuestro Padre!