“MEJOR UN PECADOR HUMILDE QUE UN SOBERBIO FARISEO”

«Prefiero un pecador humilde que un orgulloso fariseo, porque con el primero puedo recorrer mis caminos. Por eso permito las humillaciones y por momentos retiro mi gracia tangible» (Palabra interior).

Ciertamente, para nuestro Padre es difícil guiar a una persona soberbia que siempre cree tener la razón y está poco o nada dispuesta a dejarse instruir. ¿Qué caminos le quedan entonces a nuestro amado Padre? De ningún modo pretendemos dar consejos a nuestro Señor, fuente de toda sabiduría, «pues ¿quién conoció los designios del Señor?, o ¿quién llegó a ser su consejero?» (Rom 11,34).

Esta pregunta debe llevarnos siempre a percibir el orgullo en nuestro propio corazón y llevarlo persistentemente ante Dios. La soberbia, que a menudo se complace en mostrarse poderosa hacia afuera, fingiendo cierta invulnerabilidad y creyéndose superior, en realidad afea a la persona, cuya alma se estrecha y se cierra en lugar de ensancharse. Por eso es tan importante percibir aun las más sutiles manifestaciones de la soberbia y pedirle al Espíritu Santo que nos ayude a verlas, porque no es fácil distinguir el orgullo en nuestro propio corazón, ya que le gusta ocultarse y justificarse todo el tiempo.

¡Cuán distinta es la situación con un pecador humilde, consciente de su debilidad y de su dependencia de Dios! A este el Señor puede guiarlo. Por eso permite las humillaciones y, a veces, le retira por momentos su gracia tangible en el ámbito de las emociones. Entonces el hombre clama a Dios y el Padre puede atraerlo a sí con su amor. El alma quedará muy agradecida con el Señor tras haber sido levantada de nuevo y le asegurará que nunca quiere alejarse de Él. Así, nuestro Padre puede hacer que el corazón sea dócil y no se encierre en sí mismo, sino que se convierta en una vasija de su gracia.