«Hija mía, quien pronuncie con fe y disposición perfectas las cuatro palabras: “Jesús, apiádate de mí”, me agrada más que quien recite miles de versos sin prestar atención» (Palabras de Jesús a Santa Brígida de Suecia).
Se necesita una gran atención interior para pronunciar estas cuatro palabras —«Jesús, apiádate de mí»— de tal manera que le complazcan.
El Señor no se refiere a las distracciones involuntarias que nos acechan una y otra vez durante la oración y que suponen un sufrimiento para nosotros. Estas distracciones son molestas, pero no intencionadas. Probablemente, Jesús se refiere a la situación en la que caemos cuando, de alguna manera, nuestra oración se vuelve mecánica, cuando no elevamos nuestro corazón hacia Él, sino que simplemente lo dejamos divagar. Una oración así se torna cada vez más vacía y no nos otorga la luz que podríamos recibir al orar. El corazón está ausente. En cambio, una oración breve y sincera —cabe destacar la semejanza entre las cuatro palabras mencionadas por Jesús y la oración del corazón— puede elevarse hasta Dios.
Santa Teresa de Ávila exhortaba constantemente a sus hermanas a estar atentas durante el rezo del Breviario y a recordar ante quién se encontraban y a quién se dirigían.
Solo el Señor puede concedernos un corazón atento a Dios. Sin embargo, podemos hacer nuestra parte, esforzándonos una y otra vez por centrarlo en Él y no desperdiciando inútilmente nuestra capacidad de amar en cosas superficiales. Sobre todo, debemos pedir a nuestro Padre que nos conceda un corazón que arda de amor por Él y por los hombres, sus hijos.
Si este amor crece en nosotros, nos resultará más fácil centrar nuestra atención en Dios durante la oración y evitar distraernos, ya sea de forma deliberada o por descuido. ¡Que el Señor se apiade de nosotros!
