Ef 2,12-22
Hermanos: vosotros ya no sois extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Vosotros estáis edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras que la piedra angular es el mismo Jesucristo. En él, todo el edificio, bien trabado, va creciendo para constituir un templo santo en el Señor. En él, también vosotros sois incorporados al edificio, para llegar a ser una morada de Dios en el Espíritu.
Nuestra Iglesia no ha sido creada por hombres; sino fundada por el mismo Dios, y representa el organismo vivo de los fieles. Es importante que una y otra vez enfaticemos el carácter sobrenatural de la Iglesia, que procede del Señor mismo, quien es su Cabeza (cf. Col 1,18). Nosotros somos los miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo (cf. 1Cor 12,13), llamados a colaborar para que la edificación que Dios ha iniciado llegue a su plenitud.
La Iglesia tiene una gran misión, pues en Ella el Reino de Dios se hace presente desde ya. Todos los hombres han de ser conducidos de regreso a la casa de nuestro amado Padre, para permanecer eternamente en su Reino. Este pensamiento nos recuerda que la Iglesia no está conformada únicamente por sus miembros visibles; sino que forma una unidad junto con la Iglesia triunfante y la purgante.
A veces también se hace la distinción entre aquellos que, si bien están bautizados –por lo que pertenecen formalmente a la Iglesia–, no llevan una vida conforme a su fe; y aquellos otros que llevan una vida coherente, pero, por diferentes motivos, no están en condición de ingresar formalmente a la Iglesia. Siguiendo el pensamiento de San Agustín, podemos decir que estos últimos sí pertenecen a la Iglesia; mientras que los primeros no cumplen las condiciones interiores para ello.
Podemos estar muy agradecidos de que Dios nos haya dejado una Iglesia visible, y que la haya conservado a lo largo de los siglos. En varias ocasiones, hubo intentos de reducir a la Iglesia a su dimensión espiritual, considerándola únicamente como una realidad invisible. Sin embargo, la Iglesia, con su jerarquía visible, corresponde a la encarnación de Dios en Jesucristo, y al Papa el Señor le ha confiado la tarea de guiar a la Iglesia en Su Espíritu, como el “siervo de los siervos de Dios”. Los obispos, como sucesores de los Apóstoles, están incluidos también en este servicio de guiar a la Iglesia.
Lamentablemente, tenemos que constatar que se ha perdido en gran medida la unidad originaria de los cristianos, de manera que el testimonio ha quedado opacado. Los errores, las enemistades y la competitividad han dispersado al rebaño, haciéndole perder aquella unidad bajo un solo Pastor visible y la convivencia fraternal.
Desde hace algunas décadas se intenta un acercamiento, la destrucción de las barreras y la sanación de las heridas provocadas. Pero hay que tener presente que hay una decadencia de la fe en la Iglesia y en las comunidades eclesiales. Una unidad en la verdad, fruto de la obra del Espíritu Santo, tiene como prerrequisito que no se inmiscuyan errores en la auténtica fe, y también que las convicciones morales sean las mismas.
La unidad que el Señor nos ofrece al estar incorporados en la Iglesia, hace que nos convirtamos en morada de Dios. Él viene tan cerca de nosotros que quiere morar en nuestro interior (cf. Jn 14,23), y si le permitimos entrar en nuestra vida, nos convertiremos en templo de Dios en el Espíritu. Esto cuenta para las parroquias, para las comunidades, para las familias, llamadas a ser “Iglesias domésticas”, y también para cada persona en particular.
Si nosotros mismos nos convertimos en templos del Dios vivo, comprenderemos mejor cómo es que el Señor edifica Su Iglesia. Él quiere estar presente en todas partes y ofrecer a cada hombre la comunión con Él. Si las personas escuchan nuestro anuncio del evangelio, entonces nos estamos convirtiendo en puentes del Dios vivo. De esta manera, el otro no se encontrará solamente con un testigo que informa sobre Dios y su Iglesia; sino con uno en quien Él mismo está presente y en quien ya ha edificado su Iglesia.
¡Cuán maravilloso es el Dios a quien tenemos la gracia de servir! ¡Cuánto nos honra y nos ama al querer convertirnos en templos de Su gloria (cf. 1Cor 3,16)!