Amado Espíritu Santo, ¡que todos Tus frutos crezcan y maduren en nosotros, para que podamos glorificar a Aquél de quien todo procede y dar testimonio de Ti en el mundo! Para ello se requiere paciencia, porque estos frutos van madurando poco a poco, día tras día. Sobre todo necesitamos paciencia para el trato con las otras personas, sabiendo esperar a que ellas puedan acoger lo que Dios les tiene preparado.
¡Cuánta paciencia tiene Dios con nosotros! ¡Él no se cansa de intentar una y otra vez llegar a nosotros y a la humanidad entera, que tantas veces anda por rumbos tan equivocados!
Aunque esperamos anhelantes la Segunda Venida de Cristo, y nos preparamos día tras día, sea para la hora de nuestra muerte o para la Parusía al Final de los Tiempos, sabemos que son ciertas estas palabras de San Pedro: “No tarda el Señor en cumplir su promesa, como algunos piensan; más bien tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan.” (2Pe 3,9)
Aquí vemos claramente que la paciencia es el amor puesto en práctica: Dios es paciente porque ama; Dios ama y por eso espera.
Vale aclarar que la paciencia no tiene nada que ver con la indiferencia, la apatía y lentitud propia del temperamento. Más bien, va de la mano con la resolución de saber actuar en el momento indicado. Y precisamente el “actuar en el momento indicado” es una forma de paciencia. Este fruto del Espíritu Santo sabe esperar a que llegue el tiempo preciso; no es apresurado; no actúa impulsiva y espontáneamente; sino que reflexiona y, mejor aún, en su actuar coopera su entendimiento con Tu guía, oh Espíritu Santo.
Si consideramos a la paciencia como amor puesto en práctica, podremos ver que abarca muchos aspectos: el dominio de sí mismo; la abstinencia, en el sentido de saber refrenar palabras y acciones apresuradas; la bondad; la longanimidad…
Así, oh Espíritu Santo, estos doce frutos Tuyos que hemos meditado, no son independientes ni crecen por separado. Más bien, crecen todos en un solo árbol, que es el amor.
Si probamos de los frutos de este árbol, no sucederá lo que sucedió en el Paraíso. No son frutos prohibidos, que nos separarían de Dios por la desobediencia. Por el contrario, son expresión de la verdadera vida; son reales y auténticos frutos del “árbol de la vida”, que nos fue dado en Jesús. Podemos comer de ellos para ser como Dios, pero no como sucedió en el Paraíso, donde el hombre cayó en la seducción de Satanás de tomar el fruto prohibido por su propia cuenta, para llegar a ser como Dios.
Ser como Dios en sentido del Espíritu Santo, significa que Su forma de actuar, Su amor, Su Espíritu se hace eficaz en nosotros, de manera que podemos producir aquellos frutos sobre los que hemos meditado. Éstos nos hacen semejantes a Dios, y así podremos llegar a cumplir el proyecto que Dios, en su bondad, ha pensado para nosotros, los hombres.
¡Oh Espíritu Santo, sólo podemos darte las gracias por todo lo que Tú haces por nosotros y en nosotros! ¡Jamás te habremos agradecido y alabado lo suficiente! Entonces, permítenos simplemente decirte que TE AMAMOS.