Amado Espíritu Santo, dulce huésped de las almas, infunde en nosotros el espíritu de mansedumbre; aquel espíritu que todo lo penetra, que transforma el corazón y lo hace dócil, que lo purifica de toda dureza, que es tan suave y dulce como lo es Tu Amada Esposa, nuestra Madre María.
“Dichosos los mansos, porque ellos heredarán la tierra” (Mt 5,5)
En lugar de forzarnos, Tú, Espíritu Santo, nos seduces con Tu amor. Tú prefieres darnos a saborear tu amor como miel, antes que darnos hierbas amargas, aunque a veces también las necesitamos.
A tu amigo, el profeta Elías, te le manifestaste como una suave brisa, después de que él creyó encontrarte en la tormenta. Pero una vez que percibió Tu presencia, se cubrió el rostro (cf. 1Re 19,11-13).
¡Se requiere valentía para ser manso! La mansedumbre no es sentirse indefenso y expuesto, ni tampoco es ser cobarde y evitar cualquier confrontación. ¡Ésta no es la verdadera mansedumbre! Ella está firme en su interior y fundamentada en la verdad. Por eso, no necesita recurrir a la violencia.
Sencillamente, la mansedumbre es como Tú, Amado Espíritu Santo, ella es parte de Tu Ser, porque tampoco Tú ejerces violencia al guiar a las almas. En tu infinito amor, nos impregnas la verdad. Contigo, el amor y la verdad sellan una alianza indisoluble: el amor transmite suavemente la verdad, y la verdad consolida el amor.
Nosotros hemos sido creados tanto para el amor como para la verdad, y en lo profundo somos receptivos para ambos. Pero frecuentemente no entendemos bien el verdadero amor, la verdad nos parece dura y así la imagen de nuestro Padre a menudo se ve distorsionada. Sin embargo, ¡Él nos ama tan tiernamente! Pero es precisamente la mansedumbre la que nos permite reconocerlo como Él es en verdad, y entenderlo en Tu luz, o Espíritu Santo.
Entonces, pongámonos juntos manos a la obra, no tensos pero sí vigilantes. Te ofrecemos nuestro corazón con toda la dureza que aún hay en él, con todos sus oscuros abismos, con todos los bloqueos y resentimientos que podamos tener con otras personas. Tú simplemente derramas Tu amor en nuestro corazón, y cuando ese amor se encuentra con obstáculos, Tú tocas a la puerta y llamas con insistencia para que te dejemos entrar. Entonces empiezas a derribar capa por capa, y a derretir el hielo alrededor de nuestro corazón, porque Tú eres el amor entre el Padre y el Hijo. Y allí donde se ha derretido el hielo, queda sitio para que resplandezca continuamente el sol de salvación. ¡Se acaba la edad de hielo en nuestro corazón!
Y si esto puedo suceder conmigo, ¿por qué no habría de ser posible también en los demás? Tal vez cuando llegue a ser más manso, pueda ayudar mejor a ganar la Tierra para Ti.