Amado Espíritu Santo, al principio Tú aleteabas sobre las aguas y transformaste el caos en orden (cf. Gen 1,2). Tú también quieres traer orden al caos provocado por el pecado: orden en nuestra vida interior y exterior. Fue tanto lo que se alborotó con el pecado original y los consiguientes pecados personales, a tal punto que Tu amigo Pablo gemía al advertir esta ley en sus miembros que luchaba contra la ley de su espíritu, y que lo esclavizaba bajo la ley del pecado (cf. Rom 7,23). Junto con él, también nosotros gemimos, diciendo: “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte…?” (v. 24)
¡Pero esta situación no ha de permanecer así! ¡Debemos recuperar el dominio sobre nosotros mismos y no ser esclavos de nuestras pasiones y sentimientos! Nuestro Padre lo había dispuesto tan maravillosamente: Su Espíritu iluminaba nuestro espíritu humano, éste activaba a la voluntad, y todos los impulsos naturales estaban al servicio de las potencias superiores.
Pero ahora, Amado Espíritu Santo, las pasiones se rebelan contra nosotros, reflejando la situación de la Creación caída, que se rebeló contra Dios. Además hay que tener presente que están también los espíritus caídos, que quieren confundirnos y obstaculizar los caminos de salvación de Dios.
¡Pero esta situación no ha de permanecer así!
Oh Espíritu Santo, introdúcenos en la escuela del dominio de sí, enséñanos, a través de una prudente ascesis, a recuperar paso a paso el señorío sobre nosotros mismos. No podremos rehuir de este combate, si queremos crecer en el camino contigo.
A Tu amigo San Benito, el padre de los monjes, le recomendaste la medida apropiada, para hallar equilibrio en su vida monástica: Ni demasiado ni muy poco. ¡Qué consejo tan sabio! Si lo acogemos y lo ponemos en práctica, aprenderemos a percibir con sensibilidad el camino a seguir, y seremos instruidos con prudencia en la continencia, porque con tanta facilidad perdemos la medida justa y caemos de un extremo al otro.
Pero, Amado Espíritu Santo, a veces tenemos que hacernos violencia, porque nuestra concupiscencia nos provoca, presentándonos todo tipo de seducciones y queriendo embriagar nuestros sentidos. Muchas veces el enemigo de la humanidad se aprovecha de esta concupiscencia y la acrecienta aún más, y tenemos que defendernos intensamente para conservar nuestra libertad.
Pero no son sólo las fuertes emociones las que nos seducen. Incluso los pensamientos son una amenaza de la que tenemos que cuidarnos, para recuperar el dominio también sobre ellos y no darles rienda suelta, especialmente cuando tratan de imponerse.
Tener el dominio sobre sí mismo quiere decir que uno decide a cuáles pensamientos vale la pena entregarse y a cuáles, en cambio, les negamos nuestra atención, por ser malos, sin sentido o improductivos. ¡A éstos últimos, como dice San Benito, debemos estrellarlos contra la roca que es Cristo!
Aunque debemos poner de nuestra parte y colaborar contigo, nunca podríamos lograr todo esto con nuestras propias fuerzas.
Necesitamos Tu presencia, en la que podemos refugiarnos cuando nos vemos asediados; Tu presencia, en la que encontramos fuerza para resistir; Tu presencia, en la que nuestra voluntad encuentra más y más su hogar, y aprende a ejercer el dominio sobre nuestros impulsos, en la medida en que esto nos sea posible en nuestra existencia terrenal.
Por eso, una y otra vez te invocamos: ¡Ven, Espíritu Santo!
Aún mejor que rechazar con Tu fuerza el ataque del momento presente y todo aquello que quiere hacernos perder el equilibrio, es estar en constante e íntimo contacto contigo, de manera que Tú te conviertas en nuestra brújula interior y junto a Ti podamos ejercer el dominio exterior e interior sobre nuestros deseos y pensamientos.
Así, Tú eres nuestro Señor, y en Ti nos convertimos en señores sobre nosotros mismos. ¡Todo en un santo orden espiritual! ¡Y en Tu luz, vemos la luz (cf. Sal 36,9)!