Espíritu Santo, hoy vengo ante ti con una intención especial y te presento un problema que oscurece la vida de tantas personas. Se ha perdido la sensibilidad por la castidad, y a muchos les parece ser solamente una reliquia del pasado. Si se habla sobre la pureza, frecuentemente uno se choca con una total incomprensión, e incluso en círculos de la Iglesia podremos encontrarnos con personas que nos miran con lástima y nos consideran anticuados porque aún creemos en la castidad… ¡Pero en realidad es un fruto que brota de la vida contigo, oh Espíritu Santo, y es un maravilloso regalo que realza sobremanera la dignidad de la persona!
Oh Espíritu Santo, ¿por qué será que somos tan poco sensibles a la belleza de la castidad? ¿Acaso ya no tenemos ojos para reconocer la dignidad de la pureza? ¿Es que estamos a tal punto “sexualizados” que nos hemos vuelto incapaces de percibir la nobleza de la castidad, la fuerza interior y la integridad de una virgen?
La castidad no es una actitud tensa y escrupulosa frente a la sexualidad; ni tampoco es una temerosa represión de cualquier reacción natural; ni es la ausencia de atracción frente a este campo vital… Antes bien, es la capacidad de manejar con sensibilidad esta esfera.
La castidad, que abarca mucho más que la sola esfera sexual, es una escuela interior del espíritu, que lleva a una abstinencia en sentido amplio. Es como una brújula interior, que le permite al hombre manejar la esfera de los sentidos de tal forma que ésta no se imponga sobre el valor más alto de la existencia humana. Entonces, la castidad implica una prudente ascesis, y, a la vez, hace parte de ella.
La castidad nos enseñará a comprender la sexualidad en la perspectiva de Dios. Dentro del matrimonio, permitirá vivirla como una expresión del verdadero amor, de manera que, en el amoroso y respetuoso trato mutuo, se integre también el placer de esta esfera. En el tiempo previo al matrimonio, la castidad enseña a esperar, guardando entera e indivisa la capacidad de amar, para entregársela a aquel a quien pertenecerá todo nuestro amor humano. En el celibato, la castidad le regalará a Dios de forma consciente toda la esfera de la sexualidad, de modo que ésta experimenta una trasformación y espiritualización.
Amado Espíritu Santo, ¡frecuentemente la realidad está tan lejos de la dignidad y belleza de la castidad! ¡Y cuánto sufrimiento trae consigo la impureza! ¡Con cuánta facilidad los hombres venden la belleza de su alma y la integridad de su persona, y ni siquiera se dan cuenta! Tampoco perciben cómo se va debilitando su capacidad de amar…
¡A qué bombardeo de impureza están expuestos nuestros niños, adolescentes y jóvenes! A ti, oh Espíritu Santo, te exponemos nuestras quejas: mira cómo en algunos países a los niños ya en las escuelas se los confronta a esta esfera tan importante, pero de una forma tan vulgar.
¡Permítenos redescubrir el valor de la castidad! Si en nuestra vida hemos caído en la trampa de la impureza; y el Señor, en su gracia, se ha dignado sacarnos, podremos adquirir una nueva castidad, que nos limpia de todo desorden y nos concede una nueva dignidad y belleza, que será tu esplendor en nosotros, oh Espíritu Santo.