Antes de entrar en materia, hagamos un breve repaso de las meditaciones cuaresmales: el espíritu de discernimiento (la discretio) nos urge a enrolarnos conscientemente en el combate espiritual. Quien sigue a Cristo conoce bien este combate. Sin embargo, hay dos circunstancias particulares que debemos tener siempre presentes para que no “luchemos como quien golpea al aire” (cf. 1Cor 9,26):
- El enemigo no solo ataca desde fuera de la Iglesia, sino que también está dentro y tiene amplias zonas bajo su influencia.
- Ha penetrado hasta la jerarquía y, desde la cúpula más alta, intenta imponer su pernicioso rumbo a toda la Iglesia.
Teniendo esto presente, sigamos escuchando las instrucciones de San Pablo para estar preparados para el combate:
“Estad firmes, ceñidos en la cintura con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia y calzados los pies, prontos para proclamar el Evangelio de la paz; tomando en todo momento el escudo de la fe, con el que podáis apagar los dardos encendidos del Maligno” (Ef 6,14-16).
En la meditación de ayer, ya hablamos sobre la importancia de estar ceñidos con la verdad como requisito indispensable para librar el combate que se nos ha encomendado. A continuación, se menciona la «coraza de la justicia».
La justicia consiste en dar a cada cual lo que le corresponde, estar atentos a los casos en que la dignidad de la persona se ve amenazada por la injusticia y, en la medida de nuestras posibilidades, garantizar sus derechos. Esto se aplica tanto al ámbito personal como a la sociedad en general. El Señor nos ha dado un consejo insuperable para practicar la verdadera justicia: «Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: ésta es la Ley y los Profetas» (Mt 7, 12).
Si nos tomamos esto a pecho como una «regla de oro» e intentamos ponerla en práctica, entonces nos entrenaremos en la justicia y esta nos rodeará como un muro protector, porque la verdadera justicia viene de Dios, que es la justicia misma.
Los dos elementos de la armadura espiritual que hemos visto hasta ahora —ceñirse con la verdad y revestirse con la coraza de la justicia— pueden considerarse más bien como medidas de protección, aunque no solo sirven para defendernos, sino que también debilitan los ataques demoníacos. La siguiente arma, de la que habla San Pablo, es decisiva para el ataque y, al usarla, se puede intervenir de forma devastadora en el reino del mal.
“Calzados los pies, prontos para proclamar el Evangelio de la paz.”
Nada puede perjudicar más a las fuerzas del mal que arrebatarles su presa, y esto es precisamente lo que hace nuestro Señor. La conversión de una persona, que pasa de las tinieblas a la luz y de la indiferencia al celo por Cristo, es el peor escenario para el reino de la oscuridad. Por eso, los demonios hacen todo lo que está en sus manos para evitar que esto suceda.
En este contexto, nuevamente tenemos que constatar con dolor la realidad actual de la Iglesia. Si se afirma que todas las religiones son caminos hacia Dios, como sugieren la declaración de Abu Dabi y las declaraciones del jefe de la Iglesia en Singapur, entonces nos encontramos ante el peor escenario para la misión evangelizadora de la Iglesia. Se trata de una perversión concreta del mandato de Cristo a sus discípulos y, en última instancia, solo pueden estar detrás aquellos espíritus que temen el anuncio veraz e íntegro del Evangelio.
Desde este trasfondo, también queda claro por qué debemos distanciarnos contundentemente de tales errores. ¿Cómo puedo anunciar el Evangelio si al mismo tiempo no estoy convencido de la unicidad y singularidad del Hijo de Dios en la historia de la salvación? ¿Qué pretendo decir entonces a las personas sobre Jesús? Falta lo decisivo, se ha borrado el núcleo del mensaje; se ha extinguido el Espíritu; se sirve al error, se niega a Jesucristo y se engaña a las personas.
Quizá algunos comprendan ahora por qué insisto en que nos enfrentamos a una situación particular en la Iglesia, que considero como un “estado de emergencia”. Por lo general, las autoridades eclesiales respaldaban y enviaban a los misioneros para llevar el mensaje del Evangelio al mundo entero, bajo indecibles fatigas y sufrimientos.
Ahora, en cambio, se ha dado el caso de que, si quieren permanecer fieles al Evangelio y seguir anunciando el Nombre de Jesús, se encontrarán en contradicción con la línea de la autoridad eclesiástica actual, y eso en puntos decisivos. ¡Qué situación tan paradójica!
En este contexto, se nos vienen a la mente los apóstoles, a quienes las autoridades religiosas de la época querían prohibir que anunciaran el Nombre de Jesús. Sin embargo, los apóstoles no se vieron obligados a acatar tales órdenes. Obedecieron a Dios antes que a los hombres (Hch 5, 29). Quien tenga ojos para ver y oídos para escuchar, se dará cuenta de que ahora hemos llegado a una situación similar. No se puede consentir tal error ni en su mínima expresión.
A pesar de la paradójica situación, el Evangelio debe seguirse anunciando, obedeciendo así a la palabra de Jesús y al Magisterio perenne de la Iglesia. Nadie puede someterse a la exigencia de relativizar el mensaje, ni siquiera a costa de nuestra profesión o de nuestra vida. Esto se aplica a todos los católicos, incluidos aquellos que tienen un ministerio en la Iglesia y han sido llamados de forma especial a anunciar el Evangelio.
Si los dirigentes actuales de la Iglesia ya no anuncian el Evangelio con autenticidad –y esta es la realidad–, entonces Dios recurrirá a otros medios, porque nadie es dueño del Evangelio sino Dios mismo.