MEDITACIONES PARA LA CUARESMA: “Fortaleceos en el Señor”  

El objetivo de nuestras meditaciones cuaresmales es convertirnos en mejores discípulos del Señor, especialmente al contemplar su infinito amor, manifestado de forma singular en su Pasión y Muerte en la cruz por nuestra salvación.  Que nuestro corazón anhele ardientemente que toda persona se encuentre con el amor de nuestro Padre celestial y halle así el camino seguro hacia la eternidad, donde vivirá para siempre en unión con Dios y los suyos, colmado de indecibles gozos.

Ser mejores discípulos significa adherirse más a la voluntad de nuestro Señor, cumplir con fervor la tarea que nos ha encomendado y comprenderla más profundamente a la luz de Dios. Sobre todo, se trata de crecer en el amor, que es el bien supremo y que, como iremos comprendiendo más y más, es capaz de vencerlo todo.

El concepto de «discreción», entendido como discernimiento de los espíritus, nos ha llevado, en primer lugar, a mirar detenidamente la situación actual de la Iglesia y del mundo, y a asumir con gran vigilancia nuestra responsabilidad como católicos, particularmente en tiempos de crisis existencial. Veamos ahora con más detenimiento algunos aspectos del combate espiritual.

Sitúo estos aspectos en contexto con todo lo que he dicho en las meditaciones anteriores. Las personas que llevan algún tiempo siguiendo mis reflexiones y conocen mis publicaciones en el marco de Balta-Lelija, notarán que ahora digo ciertas cosas de forma más pública y abierta. Quizá algunos se sorprendan por el lenguaje contundente y posiblemente no puedan o no quieran ver las cosas de la misma manera. Otros, en cambio, se alegrarán de que alguien lo diga y de que se den instrucciones sobre cómo actuar en esta situación. Desde mi punto de vista, ya no hay tiempo que perder en informar a los fieles sobre lo que necesitan saber. Difícilmente habrá alguien que se lo diga desde un púlpito. Salvo algunas contadas excepciones, los obispos guardan silencio y siguen el rumbo marcado desde arriba. Así pues, espero que mi voz ayude en el discernimiento de los espíritus, y gracias a Dios, no soy el único.

“Fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder” (Ef 6,10).

Con estas palabras, san Pablo da inicio a sus instrucciones para el combate espiritual. La batalla a la que estamos llamados no solo se aplica a nuestro ámbito personal, sino que va mucho más allá cuando asumimos responsabilidad por la Iglesia y el mundo en general. Nuestra debilidad humana, con la que nos encontramos una y otra vez, no debe ser un obstáculo en esta lucha. De hecho, no se nos llama a combatir como ángeles, sino como frágiles seres humanos. Por tanto, nadie puede decir que esta llamada no cuenta para él porque es demasiado débil. Sea cual sea su estado de vida y sus circunstancias, el Señor le asignará su lugar en su ejército. Lo esencial es que viva en estado de gracia —o al menos se esfuerce sinceramente por hacerlo—, que reconozca la gravedad de la crisis y que esté dispuesto a servir a la Iglesia y a los hombres en esta lucha. ¡La debilidad no exonera a nadie! San Pablo incluso llega a afirmar: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12,10).

Con estas palabras, apunta exactamente a lo que nos dice en su primera instrucción del entrenamiento espiritual: que nos fortalezcamos en el Señor y actuemos en la fuerza de su poder. Todo hemos de atribuírselo a Él. De Él nos viene la sabiduría, la claridad y todo lo que necesitamos para el combate. Así, no nos apoyamos principalmente en nuestras limitadas capacidades, que a menudo son frágiles —aunque el Señor se valga de ellas después de haberlas purificado—, sino en Dios mismo.

Se trata de un proceso importante para nuestra vida espiritual en general. A menudo tendemos a confiar demasiado en nuestras propias fuerzas o a dejarnos impresionar por las capacidades de otras personas hasta el punto de idealizarlas. Sin embargo, apoyarnos ante todo en la fuerza del Señor nos ayuda a desprendernos de nosotros mismos, y percibir nuestras propias debilidades puede llevarnos a un mayor conocimiento de nosotros mismos, lo cual es sumamente importante para un serio camino espiritual.

Por tanto, en estas palabras resuena el sonido de la trompeta que marca la predisposición para un buen combate: “Fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder.”

Esta exhortación se vuelve particularmente necesaria al escuchar las palabras subsiguientes de San Pablo:

“Revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los principados, las potestades, las dominaciones de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos que están en los aires” (Ef 6,11-12).

Pero ¿cómo podemos luchar contra los espíritus malignos —es decir, contra los ángeles caídos que se convirtieron en demonios— si ni siquiera somos capaces de verlos y, además, es de temer que, en virtud de su naturaleza angélica, tengan facultades que superen a las humanas? Solo con la fuerza del Señor podremos enfrentarnos a estas potestades, que atacan a los hombres de diversas formas. Por tanto, tenemos que estudiar detenidamente la armadura que San Pablo nos describe, con las armas espirituales indispensables para salir victoriosos en este combate. Recordemos que, como dije en las meditaciones anteriores, la confusión actual en la Iglesia, que llega incluso al peligro de la apostasía, es obra de estos espíritus. Son ellos quienes engañan a los hombres para convertirlos después en colaboradores de sus inicuos planes.

Por tanto, debemos seguir muy atentamente las próximas instrucciones, para poder ofrecer resistencia y proteger el gran tesoro de nuestra santa Iglesia.

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