MEDITACIONES PARA LA CUARESMA: “El influjo de las tinieblas”  

En el sentido de la “discretio”, resulta ineludible abordar la crisis actual de la Iglesia, porque, ¿cómo podríamos si no sacar las conclusiones correctas para afrontarla como discípulos del Señor? Si la pasamos por alto, seguiremos comportándonos como si nada hubiera cambiado y terminaremos convirtiéndonos nosotros mismos en portadores de  los errores modernistas. Si incluso estamos de acuerdo con tales errores, entonces, aun sin darnos cuenta, estamos trabajando en el bando de aquellos que quieren destruir a la Iglesia o transformarla en una institución humanitaria, como lo describió tan acertadamente el filósofo Dietrich von Hildebrand. Si callamos a pesar de percibir los errores, entonces deberíamos tomarnos a pecho las siguientes palabras del Papa Félix III: “No oponerse a un error es consentirlo, y no defender la verdad es reprimirla.”

Por otro lado, la constatación de que la jerarquía eclesiástica ha emprendido un rumbo equivocado no debe sacudirnos ni confundirnos hasta el punto de llevarnos a la resignación o a abandonar la Iglesia y adherirnos a otra denominación. Esa sería una conclusión errónea. La Iglesia católica sigue siendo la Iglesia fundada por Cristo, incluso cuando sea atacada desde dentro y desde fuera.

Así, la crisis actual se convierte en un llamado para que cada uno asuma responsabilidad por la santa fe que ha recibido, lo cual se vuelve más urgente aún en tiempos de tribulación. Quien reconozca la «devastación de la viña», debe pedir al Señor de la Iglesia que le enseñe cómo contrarrestarla. Por tanto, se nos convoca a una batalla en defensa de la santidad de la Iglesia, que debe librarse con armas espirituales. Aunque muchos católicos aún no son conscientes de lo existencial que es la crisis actual, algunos están despertando de la «pesadilla envenenada», como describió el difunto cardenal Pell la situación eclesiástica actual. Y cuanto antes despierten, mejor, no sea que el sutil veneno de la falsa doctrina y práctica siga oscureciendo sus almas.

¡Las pautas están dadas! Hay que deshacerse de todo letargo, pero también de todo malsano exceso de celo. Con sobriedad y determinación espiritual, debemos tomar consciencia de nuestra responsabilidad y entrar en este combate espiritual. El estado actual de la jerarquía eclesiástica, que reconocemos gracias a la «discreción», requiere una respuesta adecuada por nuestra parte. No ponemos en duda los ministerios establecidos por Dios para gobernar la Iglesia, sino la manera en que estos están siendo ejercidos para confusión de los fieles. Si estos ministerios han caído bajo la influencia de un «espíritu distinto» al Espíritu del Señor, entonces pierden su autoridad espiritual y no pueden exigir obediencia religiosa a los fieles.

Sin perder el respeto al ministerio como tal y sin empezar a menospreciar a la persona que lo ejerce, hay que tomar una clara distancia: ninguna cooperación con el error, sino un contundente rechazo del mismo, como enseña claramente Santo Tomás de Aquino: “Hay que tener en cuenta que en el caso de que amenazare un peligro para la fe, los superiores deberían ser reprendidos incluso públicamente por sus súbditos” (Summa Theologica, II-II, q. 33, a. 4, ad 2).

Ahora es necesario ir un paso más allá en el discernimiento para que quede patente toda la dimensión de la situación y, por tanto, del combate que es necesario librar. No basta con detenerse solo en el plano humano del problema. Si se infiltran falsas doctrinas en el anuncio de la Iglesia, si sus enemigos obtienen influencia en ella, si se vuelve cada vez más antropocéntrica, si se producen aberraciones morales, si se extiende entre los fieles la confusión en lugar de la claridad y la orientación, entonces la «discreción» (como discernimiento de los espíritus) plantea la sencilla pregunta: ¿quién está detrás de todo esto?

La respuesta es clara: son los poderes demoníacos, concretamente Lucifer, que ha adquirido una gran influencia sobre la Iglesia. Recordemos lo que hemos escuchado en el Evangelio según San Juan: Jesús no tuvo reparos en decir a las autoridades religiosas obstinadas que su padre era el diablo (Jn 8, 44). Y en otro pasaje del Evangelio, dejó claro que era Satanás quien estaba detrás del intento de Pedro —humanamente comprensible— de disuadirle de subir a Jerusalén (Mt 16, 23).

La confusión actual en la Iglesia, que llega hasta la cúspide y afecta incluso a sus máximos responsables, es una parte esencial del plan demoníaco para sofocar o falsificar el testimonio de Jesús, que ha de ser pregonado por boca de su Iglesia. Esto debe quedar claramente constatado para, a partir de ahí, tomar las medidas adecuadas en el combate espiritual. El discípulo debe ser consciente de los verdaderos enemigos a los que se enfrenta.

Como dice san Pablo, «nuestra lucha no es contra la sangre y la carne, sino contra los principados, las potestades, (…) y contra los espíritus malignos» (Ef 6, 12).

Este punto de vista nos ayudará a no estancarnos en el ámbito humano de los debates, sino a tomar las armas que nos sugiere el Apóstol de los Gentiles. Por tanto, la virtud de la discreción nos insta a enrolarnos conscientemente en el combate espiritual, lo que es un honor para nosotros y, al mismo tiempo, profundizará nuestra vida espiritual. Y esta profundización es necesaria para poder resistir en esta batalla con la gracia de Dios.

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