MEDITACIONES PARA LA CUARESMA: “El escudo de la fe y la espada de la Palabra”  

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“Tomad en todo momento el escudo de la fe, con el que podáis apagar los dardos encendidos del Maligno” (Ef 6,16).

El entrenamiento del Señor para sus fieles, con el fin de que puedan resistir en el combate, continúa hoy con la alusión al escudo de la fe. Es importante que rechacemos de inmediato y con rapidez los dardos del Maligno, incluso cuando quieren penetrar en nosotros a través de los pensamientos. Cuanto más vigilantes seamos, menos podrán atravesarnos y herirnos los pensamientos malos o erróneos. Lo mismo se aplica a las palabras inútiles, ya sean habladas o escritas.

Si usamos el escudo de la fe con la debida atención, este nos enseñará a ni siquiera prestarles oído. ¿Qué provecho puede tener para el alma ocuparse de contenidos que la alejan de Dios? Aquí es importante que renunciemos a una curiosidad falsa que puede seducirnos para prestar oído a cosas innecesarias y hacernos creer que debemos estar informados de todo. Hemos de tomar la firme decisión de dejar entrar en nuestra alma únicamente aquello que realmente sirva al reino de Dios, en la medida en que dependa de nuestra voluntad.

Conviene que entendamos de qué manera el error se infiltra en nuestra alma, pues entonces podremos aplicar este mismo proceso a muchos otros ámbitos y experimentar la protección rápida y también preventiva que nos confiere el «escudo de la fe».

Nuestro entendimiento es receptivo a la luz del Espíritu Santo. Acoge la palabra de Dios y se regocija con la verdad. Al mover la Palabra en el corazón, esta echa raíces en él. Lo mismo sucede con la recta doctrina de la Iglesia, que proporciona una certeza interior de la fe. De esta manera, el entendimiento es iluminado por el Espíritu Santo y, a su luz, reconoce la verdad e identifica su buen sabor espiritual.

Cuando se cuela el error en materia religiosa, obstruye la luz del Espíritu Santo y oscurece la mente con una falsa luz. Entonces empieza la confusión. Si el alma presta oído a la falsa doctrina y la acepta, entonces sus facultades intelectuales comienzan a justificarla y a hacerla parte de su forma de pensar. Así, el error sigue propagándose y arraigándose en la persona. Una vez que el entendimiento ha sido oscurecido por él, se vuelve más susceptible a otros errores.

Por eso insisto en que, a partir de Amoris Laetitia, se han seguido difundiendo falsas doctrinas en el Pontificado actual, que son tan graves que pueden desembocar en la apostasía. En la meditación de ayer, por ejemplo, describí como se ha llegado a relativizar la singularidad de Jesucristo al afirmar que todas las religiones son caminos hacia Dios. Con tal declaración, se ha ido mucho más allá del límite. Por eso es sabiduría espiritual rechazar inmediatamente todo falso pensamiento, porque nos aparta de Dios. Es notorio que aquellos que reconocieron y rechazaron de inmediato el falso rumbo marcado por Amoris Laetitia, generalmente también identificaron los errores posteriores; mientras que aquellos que aceptaron estos nuevos lineamientos a menudo siguen sin darse cuenta de que fueron engañados y ya no son capaces de reconocer ni siquiera los descarríos más absurdos.

“Recibid también el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios” (Ef 6,17).

La interiorización de la Palabra de Dios –de ser posible cada día– es sanadora para nuestro entendimiento, pues le confiere la luz correcta; y, al mismo tiempo, es un arma espiritual potente. A la luz de la Palabra de Dios examinamos el valor y la veracidad de lo que escuchamos. Divide la luz de las tinieblas, la verdad del error, lo importante de lo insignificante. La Palabra de Dios es el instrumento de la “discreción”, del discernimiento de los espíritus. Desenmascara el error, pues éste no puede resistir ante la Palabra del Señor. Si empuñamos esta espada, estamos muy bien armados para el combate.

En nuestra Iglesia Católica, la Sagrada Escritura es, junto con la Tradición y el Magisterio, la fuerza de la que nos alimentamos. Por tanto, la Palabra de Dios no es independiente, por así decir, sino que, a lo largo de los siglos, ha sido sabiamente interpretada por los padres de la Iglesia, creando así un gran tesoro. Con justa razón, podemos decir que a la Iglesia católica le ha sido confiada la plenitud de la verdad. Esta es también una certeza que hay que saber defender cuando se dialoga con cristianos de otras confesiones o con miembros de otras religiones. Siempre debemos tener claro que no se trata de «nuestra verdad» y que, por tanto, no podemos modificarla ni desecharla. Antes bien, la Iglesia es servidora de la verdad, que es el Señor mismo.

En la próxima meditación, nos detendremos en la oración, que tiene una fuerza tan grande y es tan esencial que, sin ella, el combate no puede ser espiritual ni tiene perspectivas de victoria. Como pequeño anticipo, escuchemos lo que decía un staretz (así se denomina a los padres espirituales en la Iglesia de Oriente) a sus discípulos:

“Hijos míos, os suplico por amor a Dios que nunca dejéis de pronunciar ni siquiera por un instante la oración de nuestro Cristo. Vuestros labios deben invocar incesantemente el Nombre de Jesús, que destruye al diablo y todas sus maquinaciones.”

Desde ya, nos alegramos de hablar mañana sobre la poderosa arma de la oración.