Cuán excelsa es la elección que te fue concedida, amada Madre de nuestro Señor Jesucristo!
Con asombro constatamos que no sólo te fue confiado el mismo Hijo de Dios; sino también todos aquellos que le pertenecen y entonan el cántico de los redimidos (cf. Ap 14,3). Y más aún: tú eres Madre de todos los hombres, y te conviertes en luz y consuelo para los que retornan a casa.
Muchas personas acuden llenas de confianza a ti y apelan a tu Corazón de Madre, porque entienden que tu Hijo divino escucha tus súplicas.
En ti, la compasión maternal ante las necesidades terrenales de tus hijos va de la mano con la preocupación por la salvación de sus almas.
En Caná le pediste a tu Hijo que se apiadara de la necesidad de los novios: “No tienen vino” (Jn 2,3)… Y con tus palabras “haced lo que Él os diga” (Jn 2,5) nos diste para siempre la directriz correcta para seguir a tu Hijo, de quien Tú eres Madre y primera discípula.
Amada Madre: una escena de tu vida que me conmueve profundamente es aquella cuando tú y San José buscasteis con dolor a vuestro Hijo de doce años, y luego lo hallasteis en el Templo. Él os preguntó: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2,49).
No pudiste entenderlo inmediatamente… Pero guardaste silencio y moviste Sus palabras en tu Corazón (Lc 2,51b). ¡Eso nos dice mucho de ti!
En tu silencio y acogiendo Sus palabras en tu Corazón, el Señor pudo penetrar aún más en ti, y ciertamente Tú comprendiste aún mejor dónde está Su verdadero hogar.
A todos nosotros, amada Madre, nos invitas a llevar a tu Hijo a los hombres y a llamarlos a que le sigan. Tú no descansarás hasta que la salvación haya sido anunciada a todos los hombres, y orarás y suplicarás para que respondan al amor redentor de tu Hijo.
Tú no pasas por alto los caminos equivocados que emprenden los hombres. Así como lo hizo tu Hijo, Tú adviertes del alejamiento del camino señalado por Dios. A lo largo de los siglos, no pocas veces has señalado en tus apariciones lo que les espera a aquellos que no están dispuestos a escuchar a tu Hijo, y has llamado a los fieles a la conversión, a la penitencia y a la reparación. Sin embargo, muchas de tus llamadas han sido desoídas.
¡Cuán profundo habrá sido tu dolor bajo la Cruz de tu Hijo, a quien tanto amas y que fue tan cruelmente tratado por los hombres!
Aún más profunda habrá sido tu angustia y tu sufrimiento al ver que su incomparable sacrificio de amor en la Cruz podía ser rechazado por los hombres. ¡Qué tormento!
Tú te asemejaste a tu Hijo divino en el sufrimiento. Así como Él aceptó la Voluntad del Padre (cf. Mt 26,39) y su amor lo llevó hasta la Cruz, también tú aceptaste y diste tu “sí” al camino de sufrimiento de tu Hijo, permaneciendo al pie de la Cruz (cf. Jn 19,25).
¿Podría una madre ofrecer un mayor sacrificio de amor?
Ahora estás totalmente unida a Él en la eternidad… ¡Debe ser para ti una indescriptible alegría verle ahora en la gloria que el Padre le otorga! ¡Cuánta gratitud inundará tu Corazón, por poder servirle como Madre!
Hasta el Final de los Tiempos, no te cansarás de decirle que a los hombres “no les queda vino”; animarás a tus hijos sacerdotes a luchar por la santidad y a administrar los sacramentos a los fieles. Siempre mantendrás abiertos tus oídos a las preocupaciones de tus hijos; siempre serás el consuelo de los afligidos y el refugio de los pecadores… ¡Así eres Tú!
Amada Madre de nuestro Señor: sabemos que todo tu resplandor procede de Él. Acepta, no obstante, nuestra gratitud: ¡Te amamos a ti y amamos a tu Hijo!