“ME UNGES LA CABEZA CON PERFUME”

“Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos. Me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa” (Sal 23,5).

Este verso está tomado de los salmos de David, a quien el Señor eligió como rey de Israel. Asimismo, cada uno de nosotros, los cristianos, ha sido ungido por la gracia de Dios para ser “hijo del gran Rey”. Así, podemos adaptar las palabras de este salmo también para nosotros, porque nuestro Rey es Dios mismo. Cuando Poncio Pilato le preguntó a Jesús si era rey, Él le respondió: “Tú lo dices, soy rey” (Jn 18,37).

La Iglesia celebra la Realeza de Cristo como Solemnidad, y los que intentan honrar al Padre Celestial como Él lo desea, se fijan también en Aquel que es el Padre de este Rey y de este Reino.

Sin embargo, el Reino de Dios también tiene enemigos, que pretenden subyugar a la humanidad bajo el dominio del “príncipe de este mundo” (cf. Jn 14,30). Son enemigos poderosos, que persiguen a los “hijos del rey”. Si no fuera porque éstos están bajo la protección de su Padre divino y de la Madre que Él les ha concedido, estarían perdidos.

“El dragón se enfureció contra la mujer y se marchó a hacer la guerra al resto de su descendencia, a aquellos que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús” (Ap 12,17).

No obstante, nuestro Padre y nuestro Rey nos preparan la mesa enfrente de nuestros enemigos. En medio de la encarnizada batalla que los poderes enemigos desatan contra el Cordero (cf. Ap 17,12-14), Dios nos invita a participar en su regio banquete. Además, nuestro Padre no deja pasar la oportunidad de equipar a sus hijos con la plenitud del Espíritu Santo, con su unción. Así como se unge a los reyes, también nosotros somos ungidos y la unción divina permanece en nosotros (1Jn 2,20.27).

La unción del Espíritu Santo nos otorga el espíritu de fortaleza, para que podamos mantenernos fieles al Señor en este combate entablado contra el Cordero y tener parte en su victoria: “El Cordero, junto con sus llamados, elegidos y fieles seguidores, los vencerá, porque es Señor de señores y Rey de reyes” (Ap 17,14).

En todo momento y en todo lugar el Señor se ocupa de los suyos, proveyéndoles todo para que nada les falte. Nos colma de bienes espirituales y naturales, y nuestra copa rebosa. Su contenido más precioso es la alegría de sabernos amados por Dios.