Sir 51,12-20
Doy gracias y alabo y bendigo el nombre del Señor. Cuando aún era joven, antes de viajar por el mundo, busqué sinceramente la sabiduría en la oración. A la puerta del templo la pedí, y la busqué hasta el último día. Cuando floreció como racimo maduro, mi corazón se alegró. Entonces mi pie avanzó por el camino recto, desde mi juventud seguí sus huellas.
Incliné un poco mi oído y la recibí, y me encontré con una gran enseñanza. Gracias a ella he progresado mucho, daré gloria a quien me ha dado la sabiduría. Pues he decidido ponerla en práctica, me he dedicado al bien y no quedaré defraudado. He luchado para obtenerla, he observado la práctica de la ley, he tendido mis manos hacia el cielo y he lamentado haberla ignorado. Hacia ella he orientado mi vida, y en la pureza la he encontrado. Desde el principio me dediqué a ella, por eso no quedaré defraudado.
¡Qué palabras tan maravillosas sobre el don de sabiduría, que es el más excelso de los siete dones del Espíritu Santo que se nos infunden a través del sacramento del Bautismo y de la Confirmación!
La lectura de hoy nos muestra cuán deseable es la sabiduría, y cómo ella puede despertar en nosotros un gran anhelo de poseerla. La sabiduría puede habitar incluso en una persona joven, si ella la busca con todo el corazón. Este don no es simplemente un conocimiento a nivel general; sino un “exquisito conocimiento”, un “degustar a Dios” y “degustar su amor”.
La sabiduría nos espera. Está siempre a la puerta de nuestro corazón, queriendo entrar. Su belleza es sobrecogedora. Quien la percibe, jamás podrá olvidarla. El alma se regocija en la bendición de encontrarse con la sabiduría, pues ella misma ha sido creada en la Sabiduría de Dios. Así, el alma se encuentra con su propio origen, pues a imagen de Dios fue creada (cf. Gen 1,26). ¿Podría haber algo que la deleite más que el encontrarse con el Señor en la sabiduría?
Dirijamos nuestra mirada a la Virgen María, la Esposa del Espíritu Santo.
En una invocación muy bella, se la llama “Sede de la Sabiduría”. Y en efecto, Dios se glorificó de forma especial en Ella. Su Inmaculada Concepción fue ya una obra extraordinaria de la Sabiduría de Dios, conforme a sus designios. María se convierte en Madre del Mesías y en Templo de Dios, exenta del pecado original que afecta a todos los demás mortales. En Ella el Espíritu Santo pudo poner su morada y unirse a Ella sin obstáculos. ¡La sabiduría misma puso su morada en Ella!
¡María es una maravillosa vasija de la gracia divina! Ella es verdaderamente una Sede de la Sabiduría, tota pulchra (toda pura). Su belleza procede de Dios; su resplandor, de su gloria. En ella actúan todos los dones del Espíritu Santo, y sus frutos han alcanzado toda su madurez. Ella, la Esposa del Espíritu Santo, siendo plenamente receptiva y obediente a la Voluntad de Dios, se convirtió en la hermosa arpa de Dios. Así, María puede enseñarnos eminentemente cómo acrecentar nuestra apertura a la obra del Espíritu Santo.
La Sabiduría de Dios no sólo hizo de Ella la Madre de Jesús; sino también Madre nuestra, Madre de la Iglesia.
Un arpa se toca suavemente… Cuando David la tocaba, el espíritu malo se apartaba de Saúl (cf. 1Sam 16,23). Cuando el Espíritu Santo obra a través de nuestra amada Virgen María –y siempre lo hace–, entonces la verdad adquiere un brillo particularmente delicado. Así, puede penetrar fácil y suavemente en el alma del hombre; pero sigue siendo lo suficientemente fuerte para hacer temblar fortalezas. ¿Quién podría resistirse a Ella, cuando resuena su canto de amor, cuando todo su ser está lleno de la gloria de Dios y, no obstante, se dirige a nosotros como Madre?
En la preparación para Pentecostés, habíamos meditado sobre los frutos del Espíritu Santo, que el Señor quiere ver crecer en nosotros para que también en nuestra vida resplandezca la belleza de Dios. ¡Son frutos del árbol de la vida! Éstos nos otorgan vida divina, a diferencia de aquellos frutos de muerte del árbol de la ciencia, que quieren arrebatarnos la vida divina.
¿Quién podrá ayudarnos para que no sólo admiremos y anhelemos estos frutos; sino que crezcan realmente en nosotros?
Nuestro Amigo divino, el Espíritu Santo, ama a su Esposa. Él la ha colmado con tanta abundancia que Ella se convirtió en Sede de la Sabiduría, en arpa de su bondad. Entonces, escuchemos atentamente a la Virgen. Ella tiene mucho que decirnos sobre su Esposo, y puede enseñarnos a conocerlo mejor. Bajo su suave guía, los dones del Espíritu Santo se desplegarán más fácilmente y sus frutos crecerán con mayor rapidez. Esto es lo que nos atestiguan aquellos que viven en una íntima relación con la Virgen María. Dirijirnos a Ella es un muy buen consejo; evidentemente un consejo del Espíritu Santo.
¡La Madre del Señor es el auxilio de los cristianos!
Si nos abrimos al Espíritu Santo junto con su Esposa, podemos emprender confiadamente el camino. ¡La sabiduría nos espera!