«No hay gracia enviada del cielo que no pase por las manos de María. Cuanto más pecadores seamos, mayor es su compasión para con nosotros» (San Bernardo).
Escuchamos hoy a un santo que, evidentemente, no tenía ningún reparo en considerar oficialmente a la Virgen María como mediadora de todas las gracias. Su lógica sigue simplemente el camino de la Encarnación y lo aplica también al Cuerpo místico de Cristo: ¡María es la Madre del Hijo y de todo su Cuerpo!
Asimismo, es significativa la expresión sobre la compasión de la Virgen hacia el pecador. A menudo, el pecado resulta tan repugnante que uno se siente tentado a rechazar también a la persona que lo comete. Pero aquí entra en juego una delicada distinción: la distinción entre el pecado y el pecador
Sin esta distinción, no podríamos vivir. Ésta procede de nuestro Padre, que repudia el pecado y se apiada del pecador. Si no fuera así, ya nos habría dado la espalda para siempre. Sin embargo, sabemos que envió a su propio Hijo para redimirnos.
¿Cómo nos mirará nuestra amada Señora para que su compasión hacia nosotros sea tan grande? Seguramente lo hace con el amor de una madre espiritual hacia su hijo.
Ella ve cómo éste pasa de largo ante la gracia de Dios y cómo el pecado lo destruye, y sabe lo que le espera al pecador si no se arrepiente. Ella puede ver claramente cómo un alma florece cuando vive en gracia y cómo se oscurece bajo la influencia del pecado. Anhela que todos los hombres encomendados a su cuidado lleguen para siempre a la casa del Padre. Conoce el sufrimiento, quizá oculto, que agobia al pecador. Conoce el engaño en el que ha caído y las artimañas del «padre de la mentira».
Todo esto, entre muchas otras cosas, conmueve el corazón de la Virgen María, la Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo.
