“Ha hecho maravillas memorables, el Señor es piadoso y clemente” (Sal 110,4).
No sólo los grandes portentos que el Señor realizó en la historia del Pueblo de Israel deben permanecer grabados en nuestra memoria; sino que cada día suceden ante nuestros ojos incontables maravillas de nuestro Padre, que han de despertar en nosotros la gratitud y el amor que corresponden. Si las pasamos por alto, entonces no somos capaces de percibir realmente la amorosa Providencia de nuestro Padre y, en consecuencia, nuestro corazón no se eleva tan fácilmente a Él. Por ello, el salmista nos exhorta: “Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios” (Sal 102,2).
Bien sabe nuestro Padre con qué facilidad olvidamos sus beneficios. Por eso, establece una memoria de sus maravillas. Esta memoria viva de Dios en nosotros es el Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo nos envían para recordarnos todo lo que Jesús dijo e hizo:
“Pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho” (Jn 14,26).
Si cobramos conciencia de las maravillas del Señor, que son tan numerosas y grandes que ni siquiera la eternidad nos alcanzará para alabarlo lo suficiente, entonces nos resulta cada vez más claro que todo lo que nuestro Padre realiza es expresión de su amor. De esta manera, se nos abren los ojos y la alabanza brota casi naturalmente de nuestro corazón. Y es el Espíritu Santo mismo quien clama en nosotros: “Abbá, amado Padre” (Gal 4,6), y nos revela cada vez más a profundidad su gracia y su misericordia.