“María, tomando una libra de perfume de nardo puro muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos.” (Jn 12,3)
¡Qué gesto tan tierno de parte de María se nos muestra en este pasaje! Es una ternura que corresponde al ser de la mujer, y que refleja algo de su belleza y capacidad de entrega. María le ha regalado todo su corazón a Jesús, y cuánto consuelo habrá sido para Él, en medio de tanta hostilidad, el ver aquella alma amante. Algo similar le sucederá en el Viacrucis, cuando Verónica enjuga su rostro.
Cuánto contraste y antítesis: aquí, el gesto amoroso de una mujer; allí, Judas tramando ya en su interior la traición del Señor. Aquí, los judíos que buscan ver a Jesús y a Lázaro, a quien Él había resucitado; allí, los sumos sacerdotes que quieren dar muerte a ese mismo Lázaro, “porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús” (Jn 12,11).
¿Y Jesús?
Él acoge el amor de María, así como hace con cada gesto de amor que los hombres le brindan: lo recibe y lo guarda para siempre. En Su corazón, jamás olvidará este gesto. E incluso nosotros, tanto tiempo después, seguimos pensando en aquella muestra de amor de María, porque Jesús nos la ha puesto como un ejemplo de cómo podemos amarlo.
Aquí vemos la amorosa entrega de María; y, al mismo tiempo, vemos el corazón cada vez más cerrado de Judas, que no comprende este gesto de amor ni se alegra por él; sino que lo rechaza, atrapado en su ambición de dinero.
Jesús, consciente de que Judas lo traicionaría, parece querer darle a entender a él, así como a todos nosotros, que el amor a Dios ocupa el primer lugar: “Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis” (Jn 12,7). Nada debe ser antepuesto al amor a Dios; ni siquiera el amor a los pobres puede reemplazar el amor personal a Dios.
El Señor nos pide nuestro amor, para que Él, a su vez, pueda colmarnos con el Suyo. “¡Tengo sed!” –exclamará Jesús desde la cruz (Jn 19,28), anhelando la respuesta de nuestro amor, una vez que Él nos mostró el Suyo hasta la muerte.
Existen tantas formas de mostrarle nuestro amor a Jesús: María ungió sus pies, Verónica enjugó su rostro con un pañuelo… Pero nosotros, que no lo tenemos físicamente entre nosotros, ¿cómo podremos mostrarle nuestro amor?
Jesús está presente en medio de nosotros en Su palabra y en el Santísimo Sacramento. Él espera que le dediquemos tiempo, que lo visitemos en el Sagrario y recibamos ahí su tierno amor. Así, podemos mostrarle nuestro amor y estar a sus pies, como María. Ahí podremos ungirlo con el perfume de nuestra entrega; ahí podremos ofrecerle nuestro corazón, como el pañuelo de Verónica.
¡El amor es creativo! Así como nuestro Padre se complace en mostrarnos de maneras siempre nuevas Su amor, y día a día, de mil formas, nos colma; así también nosotros podemos expresarle nuestro amor de tantos modos, también supliendo y consolándolo por tantas personas que aún no lo conocen o lo han olvidado.
Si no sabemos por cuál expresión del amor optar, preguntémosle al Espíritu Santo, Él que es el amor entre el Padre y el Hijo. ¡Ciertamente Él nos responderá!