«¡Oh Dios infinitamente bueno! Tú nunca nos privas de tus dones, a menos que nosotros mismos te sustraigamos nuestro corazón» (San Francisco de Sales).
Los maravillosos dones que Dios nos ha otorgado, ya sean de carácter natural o sobrenatural, tienen como fin alabar su gloria y solo alcanzan su verdadero esplendor cuando los utilizamos para este propósito. ¡Qué vacío se torna el arte cuando no glorifica a Dios! ¡Qué vanas son las palabras si no alaban a Dios y edifican a los hombres! ¡Cuán vacía se vuelve la vida si se la vive de espaldas a Dios!
¡Cuán distinto es todo cuando se lo pone al servicio de Dios! Cada gesto, cada acto, cada palabra se impregna del amor de Dios. Nuestro Padre nunca querrá privarnos de sus dones, pero éstos se vuelven vacíos cuando se les despoja de su sentido más profundo. Esto sucede cuando apartamos nuestro corazón de Dios y empleamos sus dones para otros fines, despojándolos así del esplendor del amor que les confiere su verdadera belleza. Esta belleza nunca puede sustituirse por cosas meramente humanas, pues entonces los dones carecen de su principio más íntimo: la glorificación de Dios en todo lo que la criatura es capaz de hacer.
Por tanto, hemos de velar sobre nuestro corazón para que no se extravíe ni se aleje de Dios. Así, la bondad de nuestros dones —especialmente los del espíritu— dará testimonio de la maravillosa presencia de Dios en este mundo y en nuestra alma. Cuanto más nuestro corazón pertenezca al Señor, más brillarán los dones que se nos han dado para la gloria del Padre celestial y al servicio de los hombres.