“Vi a otro ángel (…) diciendo con voz fuerte: ‘Temed a Dios y dadle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio. Adorad al que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas’.” (Ap 14,6-7).
En el capítulo 14 de la Revelación de San Juan, el ángel anuncia la hora del juicio y nos exhorta a temer a nuestro Padre Celestial, a honrarlo y a adorarlo. En efecto, la primera y más noble tarea del hombre es rendir honor y adoración a Dios. Para ello fue creado. Si no lo hace, está fallando a su destinación más profunda.
Sin embargo, la adoración al Padre no puede ser un acto forzado, como pretendían exigir para sí los emperadores romanos, amenazando de muerte a los que se negaban. Pero es el acto decisivo que marca la diferencia entre aquellos que pueden recibir la plenitud de la gracia y de la luz y aquellos otros que incluso corren el peligro de sucumbir a todo tipo de falsos dioses.
El verdadero culto al Dios Uno y Trino nos permite unirnos a la muchedumbre que sigue al Cordero dondequiera que vaya (Ap 14,4). Con ellos nuestro Padre puede hacer realidad su plan de salvación en la tierra. En medio de las plagas apocalípticas que se ciernen sobre la humanidad, ellos no se postran ante la Bestia ni ante su imagen, sino que se aferran a los mandamientos de Dios y a la fe en Jesús. Así, son los vencedores sobre la Bestia.
Ellos llevan las cítaras de Dios y alaban al Señor: “¡Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente! ¡Justos y verdaderos tus caminos, Rey de las naciones! ¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque sólo Tú eres Santo, porque todas las naciones vendrán y se postrarán en tu presencia, porque tus juicios se hicieron manifiestos” (Ap 15,3-4).
Son ellos quienes rinden gloria y adoración a nuestro Padre Celestial.