Ex 23,20-23
Lectura correspondiente a la memoria de los santos ángeles custodios
He aquí que yo voy a enviar un ángel delante de ti, para que te guarde en el camino y te conduzca al lugar que te tengo preparado. Pórtate bien en su presencia y escucha su voz; no le seas rebelde, que no cargará con vuestra transgresión, pues en él está mi Nombre. Si escuchas atentamente su voz y haces todo lo que yo diga, tus enemigos serán mis enemigos y tus adversarios mis adversarios. Mi ángel caminará delante de ti y te introducirá en el país de los amorreos, de los hititas, de los perizitas, de los cananeos, de los jivitas y de los jebuseos; y yo los exterminaré.
Los ángeles no son sólo nuestros grandiosos protectores; sino que además son nuestros amigos y hermanos. Puesto que normalmente no los vemos, nos hacemos conscientes de su presencia sólo cuando experimentamos su protección. Pero hay personas que tienen una relación muy cercana con su ángel de la guarda, y no sólo notan su compañía en situaciones extraordinarias; sino que conviven con él en la naturalidad de la fe.
Si interiorizamos más a profundidad el texto de la lectura de hoy, descubriremos elementos esenciales que se dicen acerca del ángel que acompaña al Pueblo de Israel, lo que aplicará también para aquel que acompaña nuestro camino personal.
El ángel es alguien que va por delante de nosotros; es decir, es un mensajero del Señor, que sondea los caminos para nosotros: explora qué tan segura es tal o cual senda; por cuál conviene optar, para llegar ahí donde el Señor envía a su pueblo. Pero aquel en quien nos abandonamos no es un mensajero terrenal; sino que es un ángel, que conoce con certeza los caminos del Señor. Los ángeles que permanecieron fieles, gozan de la visión directa de Dios; de modo que todas las gracias que Él les concede para cumplir su misión, pueden obrar en toda su eficacia, sin impedimento alguno, porque en el ángel está presente el Nombre de Dios.
Es importante la afirmación que dice que el ángel „no cargará con vuestra transgresión“. Esto está relacionado con el amor de Dios, que arde de tal forma en el ángel, que toda resistencia contra Dios es para él un tormento espiritual insoportable. El uso judío de rasgarse las vestiduras cuando escuchaban una ofensa a Dios, gesto que encontramos en varios relatos bíblicos, podría constituir un reflejo de esto. Recordemos, además, que podremos entrar en la eternidad para gozar de Dios sólo después de haber sido totalmente purificados, porque en la Jerusalén Celestial no hay cabida para nada impuro (cf. Ap 21,27). Nada que se oponga al ardiente amor de Dios puede persistir. La luz de la visión directa de Dios no tolera ni la más mínima sombra.
Nosotros, los hombres, podemos contar siempre con la misericordia de Dios, cuando nos convertimos, nos arrepentimos de nuestros pecados y cambiamos de vida. No cabe duda de que el amor divino es paciente; pero no podemos olvidar el precio que Él mismo pagó por nosotros. Todos los padecimientos de Jesús dan testimonio del amor de Dios y, al mismo tiempo, de la gravedad del pecado. El incomparable tormento de Jesús, sobre quien recaen todos los rechazos a Dios por parte del hombre, le habrá provocado un ardiente dolor. Por eso, al contemplar la Pasión de Nuestro Señor, conviene tener presente que no fueron solamente los hombres enceguecidos de aquel tiempo quienes lo crucificaron; sino que su sufrimiento es provocado por los pecados que día a día cometemos.
Para hacernos una idea sobre el interior de nuestro ángel de la guarda, recordemos la forma de actuar del Espíritu Santo en nosotros, a quien, con justa razón, podemos llamar también “Señor de los ángeles”. Él es, como sabemos, el amor entre el Padre y el Hijo, que ha sido derramado en nuestro corazón (cf. Rom 5,5). Puesto que el Espíritu Santo lleva a cabo nuestra santificación, Él quiere transformar todo en nuestro interior, de tal forma que nuestra alma sea purificada, iluminada y unificada con Dios. No en vano empleamos la imagen de la paloma y del fuego, para expresar la forma de actuar del Espíritu Santo. Mientras que la paloma representa la suavidad y mansedumbre del Espíritu Santo, que penetra delicadamente en nuestra alma; el fuego representa Su amor ardiente.
Ahora bien, el fuego del amor o la luz del Espíritu Santo no se lleva con la oscuridad del pecado, y quiere aniquilarlo en nuestra alma. Pensemos, por ejemplo, en lo que obra en nosotros el don de temor de Dios, que nos enseña a evitar todo cuanto pudiera ofender a Dios. El espíritu de temor es, por así decir, un “guardián del amor” en nosotros, que nos advierte constantemente a no descuidar nuestra relación con Dios y a no tolerar nada que pudiera oponerse a Él. Cuanto más obre en nosotros el Espíritu Santo, tanto más atentamente percibiremos los movimientos del pecado y sus efectos; así como también las mociones de la gracia.
Llegados a este punto, nos encontramos con nuestro ángel de la guarda. En él arde sin límites este fuego del amor. Mientras que nosotros, los hombres, hemos de recorrer el proceso de una profunda purificación, el ángel no tiene ya necesidad de ello. Tanto más profundamente le duele cuando nosotros nos rebelamos contra él y no escuchamos su voz. Puesto que él vive en perfecto amor a Dios y acompaña nuestro camino en este amor, tiene como gran deseo el que también nosotros, al igual que él, escuchemos en todo a Dios, para que Dios sea honrado y glorificado, y nosotros alcancemos nuestra meta.
Entonces, en nuestro ángel de la guarda Dios nos ha dado un amigo y un acompañante, que está inflamado de amor y se esfuerza por nuestra salvación personal. Si escuchamos su voz, él nos guiará a través de este mundo, que tantas veces se opone a Dios. Él sabrá conducirnos a la tierra prometida, y Dios se encargará de hacer a un lado todos los obstáculos, para que, en comunión con nuestro ángel custodio, lo alabemos por toda la eternidad.