Mt 5,17-19
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos”.
Definitivamente no hay forma de relativizar los mandamientos de Dios con el pretexto de que fue eso lo que Jesús pretendió. De hecho, Él hace todo lo contrario: nos revela el sentido más profundo de los mandamientos y nos da la fuerza para cumplirlos.
Cuando, por gracia de Dios, viví mi conversión en el año 1977, lo primero que me quedó claro fue que los mandamientos de Dios siguen estando vigentes. Eso fue lo que el Espíritu del Señor colocó inmediatamente en mi corazón, para que pusiera fin a la vida de pecado que lamentablemente había llevado hasta ese momento, y retornase al sabio orden de Dios.
Hoy en día, se ha puesto en tela de duda la absoluta validez de los mandamientos de Dios. Esto se ha difundido en casi todos los campos, sobre todo en el de la moral. Incluso en la Iglesia existe una tendencia de relativizar los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y a uno que otro obispo se le ha escuchado decir que, dadas ciertas circunstancias, no se podría exigir que las personas guardasen los mandamientos de la Iglesia. Han dicho, por ejemplo, que sería mucho pedir que los así llamados ‘divorciados vueltos a casar’ vivan en abstinencia. Con ello se refieren a las personas que viven en una segunda unión, mientras sigue existiendo un vínculo matrimonial válido. Sin embargo, esta exigencia está reglamentada en la encíclica Familiaris Consortio del Papa Juan Pablo II y plasmada en el Catecismo de la Iglesia Católica.
A la luz del evangelio que hoy hemos escuchado, ¿cómo podría sostenerse tal opinión?
Lo correcto sería ayudar a las personas a entrar en una relación más profunda con el Señor, e incentivarlas a que se esfuercen por cumplir sus mandamientos, aunque parezca difícil. Si se lo hace así, se descubrirá más profundamente la belleza y dignidad de los mandamientos; se lamentará de corazón cada vez que se los haya ofendido; y, fortalecido por el sacramento de la penitencia, se retomará y continuará en el camino de los sanadores mandamientos de Dios.
Debemos tener mucho cuidado con lo que transmitimos a las personas como enseñanza de Dios. ¡Cuán fácilmente se puede inducir a error a las almas o caer uno mismo en él, cuando no tomamos a los mandamientos del Señor como criterio absoluto!
Sus mandamientos no son simplemente una realidad más entre otras. Hoy se suele hablar de la situación de vida de las personas, que frecuentemente está muy alejada de los mandamientos, y se toma esta realidad como argumento para decir que no se les debe imponer altas exigencias morales.
Para que la gracia de Dios pueda desplegarse plenamente, es necesario que consideremos sus mandamientos como la realidad que lo penetra todo y a la que todo debe someterse.
Sin duda, debe haber un proceso para que las personas que vivían alejadas de Dios primero vayan conociendo sus mandamientos. Pero podemos contar firmemente con la ayuda de la gracia, pues muchas personas, al igual que yo, han vivido una conversión y, como fruto, comprendieron que a partir de entonces debían guardar los mandamientos de Dios.
Sus mandamientos tampoco son simplemente un lejano ideal, al que hay que anhelar llegar. La Sagrada Escritura nos dice que los mandamientos son la vida, y toda vida que se mueve lejos de ellos no posee la verdadera vida que procede de Dios.
Por eso es tan importante anunciar el evangelio; y, en la fuerza del Espíritu Santo, llamar a las personas a la conversión. Como dice el Señor, no podemos abolir ni el más pequeño de los mandamientos, ni enseñárselo así a los hombres, sin que eso traiga consigo las respectivas consecuencias.
Por el contrario, deberíamos nosotros mismos guardar los mandamientos, y enseñar a los otros a hacerlo. Esto trae la bendición de Dios y es eso lo que a Él le agrada. ¡Que el Espíritu del Señor nos ilumine siempre para hallar la palabra precisa, que caiga en el corazón abierto del que nos escucha!