Lc 4,24-30
Habiendo llegado Jesús a Nazaret, le dijo al pueblo en la sinagoga: “En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses y hubo gran hambre en todo el país; pero a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio.”
Al oír esto, todos los de la sinagoga montaron en cólera y, levantándose, lo sacaron fuera del pueblo y lo llevaron a un precipicio del monte sobre el que se elevaba el pueblo, con intención de despeñarlo. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.
Parece no ser fácil el asunto de los profetas, ni para ellos mismos, en cuanto que a menudo se encuentran con corazones indispuestos y tienen que decir cosas que no agradan a los oyentes; ni tampoco para los que deberían escucharlos. La presencia de Dios en ellos es demasiado fuerte, y de ahí resulta la exigencia de prestarles oído. Esa era la situación en Israel. Con los profetas no sucede como con el sacerdocio instituido, que constituye una institución fija que se rige de acuerdo a ciertas reglas. Los profetas, en cambio, son directamente elegidos por Dios, y su mensaje y apariencia a menudo no se ajusta a las ideas de los hombres.
Así mismo sucede con Jesús de Nazaret… Jesús les hace ver a los israelitas que los profetas que les fueron enviados, muchas veces se encontraron con muy poca fe. De hecho, una y otra vez fueron perseguidos (cf. p.ej. Jer 38,4-6). También curaciones como las que el Señor menciona, a menudo no pudieron darse, porque no había la suficiente fe. Lo mismo sucedió con Jesús, quien, como dice en otro pasaje del evangelio, no pudo hacer muchos milagros en Nazaret “a causa de su falta de fe” (Mt 13,58).
Si en general al profeta le resulta difícil ser escuchado, Jesús nos da a entender en el texto de hoy que se torna aún más difícil cuando actúa en su propia patria, “en casa”, por así decir; cuando las personas creen conocerlo a él y a su familia (cf. Mt 13,54-57a). Para algunos, esta circunstancia puede parecer aún menos aceptable. Cuando uno conoce a alguien, cree poder encasillarlo. Y si entonces surge algo tan extraordinario, como lo es una vocación profética por parte de Dios, esto suscita incomprensión o incluso rechazo. Otro pasaje del evangelio relata que hasta los propios familiares de Jesús querían llevárselo, “porque decían que había perdido el juicio” (Mc 3,21).
Para Dios no es fácil hacerse escuchar por nosotros, sea que nos hable a través de los profetas o de otras maneras. Se lo puede constatar en lo que sucedió con Jesús mismo… Era bien sabido que Él había obrado numerosos milagros. Grandes curaciones se habían producido. Sus obras estaban en boca de todos (cf. Mt 4,23-24)… La presencia de Dios en Él se había manifestado evidentemente. Sin embargo, en Nazaret incluso quisieron matarlo. ¿Qué les había hecho? ¿Decepcionó sus expectativas?
La razón más profunda radica en el hecho de que Jesús mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6), y aquellos profetas que Él menciona en este pasaje evangélico, habían testificado esta verdad. Ahora bien, la verdad siempre trae consigo la exigencia de que hay que seguirla. Así, cuando nos encontramos con un profeta de verdad, nos vemos confrontados a una decisión. Esto cuenta aún más cuando nos encontramos con el Señor mismo.
Si nuestro corazón está libre, nos abrimos a la verdad y escuchamos su voz (cf. Jn 18,37). Pero si no está libre, nos cerramos. Entonces, se puede llegar hasta el punto de querer hacer callar al portador de la verdad, y, en el peor de los casos, incluso matarlo.
Las Escrituras nos describen claramente la situación:
“Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron. El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo se hizo por él, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron.” (Jn 1,5.9-11)
Notemos que la persecución de Jesús fue iniciada por los líderes religiosos de su propio pueblo (cf. Jn 11,47-48.53). Asimismo, la Iglesia naciente de los primeros cristianos fue perseguida, en primera instancia, por los judíos (cf. p.ej. Hch 4,1-3).
Entonces, aquí Jesús pronuncia abiertamente una triste realidad: que ningún profeta es bien recibido en su patria. La reacción de sus oyentes en la sinagoga lo comprueba…
Hoy en día apenas será distinto…
¡La verdad lo tiene difícil! Una red de mentiras y engaños quiere sofocarla.
Seamos cuidadosos en distinguir a los verdaderos profetas de los falsos profetas. Gustosamente hemos de prestar oído a aquellos que nos consolidan en el testimonio de la Sagrada Escritura, en la auténtica doctrina de la Iglesia y en el camino de la santidad; pero se lo cerramos a aquellos que quieren guiarnos por otros caminos.