«Plácido, ¿por qué me persigues? Cree en mí, que soy Cristo, y te he estado buscando durante mucho tiempo. Puesto que das limosna y practicas la misericordia, también yo seré misericordioso contigo» (Palabras de Jesús a San Eustaquio).
Estas fueron las palabras que Jesús le dirigió al santo de hoy, san Eustaquio, uno de los catorce santos auxiliadores. Estaba cazando y perseguía a un gran ciervo. En un momento dado, el animal se dio la vuelta y entre sus astas resplandecía una brillante cruz. Entonces, Plácido —ese era su nombre antes de ser bautizado—, escuchó la voz del Señor. Tras su conversión y tras superar duras pruebas, Eustaquio obtuvo junto a su familia la corona del martirio bajo el emperador Adriano por negarse a sacrificar a los ídolos.
¿Qué podemos extraer de esta historia para nuestra meditación sobre Dios Padre?
Fue nuestro Padre quien, a través de Jesús, había estado buscando a Plácido durante mucho tiempo. Había visto que daba muchas limosnas y que era misericordioso con las personas. Una descripción de su vida antes de su encuentro con el Redentor afirma que Plácido «era manso y gentil en el trato, tan virtuoso y noble en su forma de vivir, tan caritativo con los pobres y servicial con los afligidos».
Podríamos decir que era un «buen pagano», un hombre de buena voluntad.
Nuestro Padre mira con agrado a estas personas. Gracias a su recta conducta, ya se encuentran en el camino correcto, pues ponen en práctica el bien que el Señor ha sembrado en ellas, aunque aún no lo conozcan. Pero, como vemos, nuestro Padre no actuó como si eso fuera suficiente para su vida. ¡No! La misericordia que Dios tuvo para con él consistió en permitirle conocer a Cristo.
Nosotros, que tenemos la dicha de conocerle, tampoco debemos conformarnos con que las personas hagan el bien, sino que debemos implorar la gracia de que se encuentren con el Hijo de Dios, con Aquel que depositó en ellas todo el bien que han podido hacer.