Lev 19,1-2.11-18
Yahvé dijo a Moisés: “Di a toda la comunidad de los israelitas: Sed santos, porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo. No hurtaréis; no mentiréis; no os engañaréis unos a otros. No juraréis en falso por mi nombre: profanarías el nombre de tu Dios. Yo soy Yahvé. No oprimirás a tu prójimo, ni lo explotarás. El salario del jornalero no pasará la noche contigo hasta la mañana siguiente. No maldecirás a un mudo, ni pondrás tropiezo a un ciego, sino que serás respetuoso con tu Dios. Yo soy Yahvé.
Siendo juez, no hagas injusticia, ni por favorecer al pobre ni por tus miramientos hacia el grande: juzgarás con justicia a tu prójimo. No andes difamando entre los tuyos; ni demandes contra la vida de tu prójimo. Yo soy Yahvé. No odies en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no cargues con un pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor a tus paisanos. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy Yahvé.”
¿Qué otra nación tiene tal sabiduría?
Precisamente eso es lo que debían reconocer los otros pueblos, al ver los sabios preceptos que el Señor había concedido a Israel. De hecho, algunos sí lo reconocieron, y venían al templo como temerosos de Dios.
Pero toda Ley o teoría debe ser puesta en práctica, para que la sabiduría de Dios pueda obrar en todo, para que se manifieste concretamente y para que así también pueda revelarse a las otras personas.
El punto de partida de toda esta Ley es la santidad de Dios. Puesto que Dios es santo, Él exhorta a los hombres a ser santos también. La santidad no es, de ningún modo, vivir en una cápsula, con el fin de protegerse a sí mismo de toda contaminación. ¡No! La santidad, que es siempre una participación en la santidad de Dios, consiste en amarlo a Él, en confiar en Él, en hacer Su voluntad y en dirigirse a los hombres en Él. La santidad no significa no tener fallas, pues mientras vivamos en este mundo siempre las tendremos. Significa, más bien, estar dispuestos a aprender de las derrotas y de los deslices, y ponerse nuevamente en camino para cumplir más perfectamente la voluntad de Dios.
El pueblo de Dios recibió claras directrices, que obviamente son válidas también para nosotros y para todos los hombres. Si con todas nuestras fuerzas tratamos de ponerlas en práctica, la santidad de Dios podrá manifestarse en nuestro actuar. Son preceptos que nos indican cómo debemos practicar el amor al prójimo, y con la venida de Jesús fueron profundizados más aún.
Llama la atención el hecho de que Dios insista en algunas partes en que Él es el Señor. Podemos entenderlo como una confirmación de que sus preceptos no son simples ofrecimientos, que se puede acoger o no acoger; sino que son exigencias, que están relacionadas con Su santidad. Sólo bajo estas exigencias, la vida podrá desarrollarse según los planes que Dios tuvo para la humanidad.
En los sistemas democráticos en el Occidente, solemos exigir los derechos humanos, queriendo garantizar así la dignidad de las personas. Hay decisiones políticas que dependen de la ejecución de estos derechos. Se han convertido como en una medida que se busca implantar en todas las naciones.
Mientras los así llamados “derechos humanos” estén en consonancia con los preceptos divinos, beben de la sabiduría de Dios. Pero si se dejan cegar por las ideologías, y se oponen a los mandamientos de Dios, pervierten su nombre de “derechos”, y pueden llegar hasta el punto de implantar con violencia una política de presión.
¡Todo depende de si los hombres se mueven dentro de los mandamientos de Dios, o no!
Por eso, a los cristianos se nos encomienda una gran tarea, pues nosotros hemos recibido la rica herencia del pueblo de Israel, y además la gracia que nos trajo nuestro Señor Jesucristo. Una mesa abundante está servida, y nuestro Amado Señor espera que la aprovechemos.
En el cumplimiento de los mandamientos y preceptos de Dios, Su santidad puede manifestarse. Siempre que podamos, deberíamos dar testimonio de la santidad y del amor de Dios, amándolo a Él y a nuestro prójimo.