Hch 5,27-33
Trajeron a los apóstoles y los presentaron en el Sanedrín. El Sumo Sacerdote les interrogó; les dijo: “Os prohibimos severamente enseñar en ese nombre; sin embargo, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y pretendéis hacernos culpables de la muerte de ese hombre.” Pedro y los apóstoles respondieron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres…
“El Dios de nuestros antepasados resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero. Y Dios lo ha exaltado con su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estos hechos, y también el Espíritu Santo que ha dado a los que le obedecen.” Ellos, al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlos.
“Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Ésta es la frase central que pronuncia el Apóstol Pedro ante el Sanedrín; una frase de gran alcance, que a nosotros, los cristianos, nos proporciona la última libertad y seguridad. A fin de cuentas, es Dios el verdadero Juez de nuestra vida. En Él podemos confiar incondicionalmente. Los seres humanos, en cambio, sean quienes sean, pueden equivocarse.
Así, los apóstoles fueron capaces de oponerse incluso al Sumo Sacerdote, a quien ciertamente acostumbraban ver con la debida reverencia. Pero es que ya habían notado que el Sumo Sacerdote estaba en un error. Los apóstoles habían reconocido a Jesús como el Mesías, habían sido testigos de su Resurrección y habían recibido el Espíritu Santo. Por eso, para ellos estaba claro que había que darle más importancia al encargo de Dios que a las órdenes de una autoridad que, en este caso, no actuaba conforme a su deber y obraba injustamente.
Toda la sumisión y aprobación que estamos llamados a dar a las autoridades civiles y eclesiásticas, tiene un cierto límite. En cuanto a la autoridad civil, no podríamos acatar sus indicaciones cuando aquello que se nos exija esté en contradicción a los mandamientos de Dios. Quisiera recordar que el Papa San Juan Pablo II, en la encíclica Evangelium Vitae, advirtió a las autoridades a que se rijan de acuerdo a la doctrina de la Iglesia, y a que resistan frente a aquellas legislaciones que se oponen a los mandamientos de Dios, dando así testimonio de la verdad: “Leyes de este tipo [como las que legitiman el aborto o la eutanasia] no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7, 1 Pe 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29).” (Evangelium Vitae, n. 73).
Este punto tiene una enorme importancia, porque todo parece indicar que a nosotros, los cristianos, nos esperan tiempos difíciles, en los que se requiere de nuestro testimonio, aunque tengamos que sufrir desventajas por su causa. ¡Que Dios nos conceda en esos momentos la valentía que tuvo el apóstol Pedro después de Pentecostés!
Lamentablemente, en un caso extremo, puede llegar a suceder que, incluso en el interior de la Iglesia, tengamos que contradecir a alguna autoridad, y que no podamos obedecerle en determinados puntos. Esta situación sería particularmente dolorosa, porque la obediencia en la Iglesia es como un ‘cinturón de oro’, que nos colocamos para estar armados contra las tentaciones del Mal. Pero si llegara a suceder que en la Iglesia haya pastores que no siguen su auténtica doctrina, o nos queda la duda de si lo hacen o no, nosotros podemos hacérselo notar, con respeto y con amor, permaneciendo fieles a las enseñanzas y a la praxis de la Iglesia de todos los tiempos, que nos han sido transmitidas gracias a la Tradición. El mismo Código de Derecho Canónico prevé que ésta es la reacción adecuada de los fieles (Canon 212: [Los fieles] tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestar a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas.)
Como hemos visto, el claro anuncio del evangelio provoca tal rabia en los enemigos de la verdad, que deciden dar muerte a los apóstoles. Ciertamente Pedro estaba consciente de ello. Pero no por eso está dispuesto a hacer algún tipo de recorte en el anuncio. He aquí otra importante indicación para nosotros: ¡No se puede omitir nada del evangelio! No se nos ha confiado un evangelio ‘light’, que podamos acomodar hasta que ya no traiga ningún reto o exigencia para las personas. ¡La verdad ha de ser transmitida en su totalidad! Por supuesto que podemos hacerlo con prudencia y sabiduría, dejándonos guiar por el Espíritu Santo para considerar cuál verdad ha der más acentuada en cada momento. Pero jamás podemos negar la verdad por respetos humanos.
Esto no siempre es fácil… Incluso Pedro negó al Señor por miedo. Pero con la venida del Espíritu Santo, las cosas cambiaron, y hoy vemos a un Pedro que testifica la verdad en la fuerza del Espíritu.
¡La clave es el Espíritu Santo! ¡No podemos cansarnos de invocarlo y escucharlo! Será Él quien nos conduzca a la verdad plena (cf. Jn 16,13) y nos consolide en ella.