“¿Acaso entonces este amor que me ofreceríais [como hijos] no se convertiría, bajo mi impulso, en un amor activo, que se extendería al resto de la humanidad, que aún no conoce esta comunidad de los cristianos ni mucho menos a Aquél que los creó y que es su Padre?” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
¿Tenemos realmente el gran deseo de que los hombres conozcan a nuestro Padre, su infinito amor por todos los hombres y la obra que realizó para manifestarlo, es decir, la obra de la Redención en Jesucristo, nuestro Señor?
Si podemos decir “sí” con todo el corazón y queremos conocerle y amarle como hijos entrañables, entonces el Padre Celestial nos aconseja que simplemente vivamos como hijos suyos. De allí resulta todo lo demás, porque si vivimos como hijos de Dios el Espíritu Santo nos impulsará a hacer el bien en todos los ámbitos que nos hayan sido encomendados.
Como hijos de Dios, podemos, como Santa Teresita de Lisieux, valernos del “lado débil” de Dios para pedirle todo lo que necesitemos para la misión.
Como hijos de Dios, podemos volver con arrepentimiento y sin demora al Corazón de Dios después de los errores y fracasos.
Como hijos de Dios, la alegría en Él se convierte en algo natural para nosotros y en una fuente de constante renovación.
Como hijos de Dios, nos urge decirles a todos cuán bueno es nuestro Padre, cuán maravilloso nuestro Redentor, cuán confiable nuestro Amigo y Maestro divino, el Espíritu Santo; cuán dulce la Madre de Dios.
Como hijos de Dios, no nos rendimos cuando vemos que el camino nos costará grandes sacrificios y parezca no haber salida. No nos rendimos porque tampoco nuestro Padre se rinde en su lucha por nosotros, porque nuestro Señor cumplió su misión hasta el final, porque el Espíritu Santo siempre nos socorrerá y fortalecerá.
¡Así sucede con los hijos de Dios!