«Sé astuto en tu trato con el mundo y con el mundo en la Iglesia: está enemistado conmigo» (Palabra interior).
¿Estamos suficientemente conscientes de esta realidad? ¿Tenemos realmente claro que ya no vivimos en un entorno marcado por la fe cristiana?
Las palabras de advertencia que escuchamos en la frase de hoy son necesarias para no fraternizar ciegamente con el mundo, como por desgracia sucede cada vez más en la Iglesia en la actualidad. Cuando esto ocurre, ya no se tiene consciencia de que el mundo es un enemigo con el que hay que tratar sabia y cautelosamente, sino que pareciera que es una especie de «socio» con el que podemos aliarnos, y no pocas veces se termina adoptando su mentalidad y sus métodos.
Sin embargo, esta actitud está muy lejos de lo que nuestro Padre celestial nos transmite a través del Evangelio y de la enseñanza de la Iglesia a lo largo de los siglos: “No os amoldéis a este mundo, sino, por el contrario, transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto” (Rom 12,2).
Este es el criterio para lidiar sabiamente con el mundo. Una mente renovada nos dará la capacidad de ver las realidades del mundo desde la perspectiva de Dios y de tomar distancia donde sea necesario. Solo puede integrarse en nuestra vida cristiana aquello que no afecte a nuestra fe ni ofenda a Dios. La virtud de la prudencia nos enseña a tener presente que detrás del espíritu del mundo muchas veces se esconden los poderes de las tinieblas, persiguiendo sus propios objetivos. Esta constatación nos sitúa frente al verdadero enemigo, que se vale del mundo para engañar a las personas y que es hostil hacia nuestro Padre celestial. La situación se vuelve aún más trágica cuando este espíritu se adentra cada vez más en la Iglesia, que debería ser la que lo identificara y lo combatiera debidamente.
Los enemigos de Dios también son nuestros enemigos. Cualquier otra perspectiva no sería sino un engaño.