LOS DONES Y LA VOCACIÓN SON IRREVOCABLES

“Los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rom 11,29).

A diferencia de las promesas que hacemos nosotros, los hombres, que a menudo somos tan cambiantes, las promesas de Dios son irrevocables. Nuestro Padre se caracteriza precisamente por su fidelidad y amor inconmovibles. Sería totalmente contrario a su naturaleza cambiar sus planes o incluso revocarlos. Puesto que nuestro Padre es omnisciente, lo ve todo en todo momento y ningún acontecimiento puede “pillarlo por sorpresa”. Por tanto, las promesas divinas son firmes como una roca.

Esto se aplica tanto a las promesas hechas a la humanidad en su conjunto como a las naciones y a cada persona en particular.

Otra cosa es cómo lidia nuestro Padre con la libertad que ha conferido a sus criaturas racionales como un gran bien. Los ángeles y los hombres podían y pueden abusar de su libertad. Los ángeles, incluidos aquellos que se rebelaron contra Dios, ya pasaron la prueba de su amor y fidelidad y tomaron su decisión, que es irrevocable; nosotros, los hombres, todavía estamos en ese proceso.

Nuestro Padre acompaña a los hombres que ahora viven en la tierra. Si abusan de su libertad y se cierran a la amorosa invitación de Dios, Él seguirá haciendo todo lo posible para que encuentren de nuevo su vocación de vivir como hijos de Dios y lleguen así a la eternidad con Él. Esta lucha dura hasta la hora de la muerte, para que la gracia aún pueda alcanzarlos.

Sin embargo, no corresponde a su vocación más profunda convertirse apenas en el momento de la muerte. Aunque Dios siga aferrándose a esta vocación, el hombre puede fallar en ella o cumplirla solo de manera deficiente. Entonces queda algo sin cumplirse, algo que Dios sabrá manejar con su sabiduría y misericordia.

Por tanto, estamos llamados a seguir su invitación y, con su gracia, a hacer todo lo que esté en nuestras manos para corresponder plenamente a nuestra vocación.