Lc 10,21-24
En aquel tiempo, Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.” Y volviéndose hacia los discípulos les dijo aparte: “Bienaventurados los ojos que ven lo que estáis viendo. Pues os aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron; y oír lo que estáis oyendo y no lo oyeron.”
Los sabios y entendidos de este mundo están en peligro de poner su seguridad en los conocimientos del plano natural, de manera que puede resultarles difícil acoger los conocimientos sobrenaturales de la fe, que proceden directamente del Espíritu Santo. A esto viene a añadirse el peligro del orgullo, porque el conocimiento parece estar a tu disposición, mientras que los contenidos de la fe –muchas veces bastante sencillos– simplemente han de ser acogidos con humildad. Sí, la fe nos es transmitida; no es una adquisición que hayamos obtenido por nosotros mismos. ¡Todos saben esto!
Los primeros a quienes se dirigió el llamado del Señor fueron simples pescadores. La propagación del evangelio en el mundo pagano también sucedió, en gran parte, a través de personas sencillas o pobres. Y esto no fue solamente por el hecho de que el evangelio era para ellos una buena nueva de consuelo, en medio de sus difíciles situaciones de vida, sino porque el evangelio se dirige sobre todo al corazón del hombre, y a los corazones sencillos les resulta más fácil acoger este mensaje.
El Padre Celestial ama mucho los corazones sencillos, como Jesús nos lo da a entender al decirnos que debemos ser como niños (cf. Mt 18,3). Ciertamente hace alusión a aquella sencillez y confianza de un niño inocente.
Resulta evidente que esta actitud no es deseable para aquellas personas que ponen su seguridad en sus propios conocimientos. Sin embargo, la sencillez es la actitud que fácilmente le permite a Dios llenar a las personas con su sabiduría.
Si leemos este pasaje en el evangelio de Mateo, escucharemos seguidamente estas bellas palabras de Jesús:“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.” Esta invitación se dirige también a los corazones sencillos. No se refiere únicamente a aquellos que sufren mucho bajo las cargas de su vida, y entonces encuentran al Señor que les ofrece este consuelo. La invitación de Jesús se dirige a todos los hombres que han comprendido que la salvación no pueden alcanzarla por sí mismos; a aquellos que se dan cuenta de que sus propias fuerzas son limitadas, no sólo por el hecho de ser criaturas sino además por haber quedado afectadas por el pecado original; a aquellos que notan que el amor humano no es suficiente y es frágil, y saben, por tanto, que no hay nada en este mundo en lo cual pudiesen poner toda su seguridad…
Podríamos decir que esta palabra del Señor nos ayuda a despertar a la realidad de nuestra existencia. Necesitamos un Señor y Redentor; necesitamos a alguien que nos guíe; necesitamos a alguien que nos ame incondicionalmente; necesitamos a alguien que nos ayude a llevar nuestras cargas. En pocas palabras: ¡Necesitamos a Jesús!
Y aquí el Señor nos muestra que es Él a quien necesitamos; que Él no se aprovecha de nuestra necesidad; que Él no nos rechaza por nuestras debilidades y pecados; que Él nos ama tanto que podemos abandonarnos una y otra vez en Él…
Los corazones sencillos se dan cuenta y se sienten en casa en el Señor. Viven de esta seguridad y encuentran descanso para sus almas.
Ahora bien, ¿cómo podremos llegar a ser almas sencillas?, ¿cómo liberarnos de los enredos de nuestras complicaciones?
Un paso importante para movernos en esa dirección es simplemente el de acoger la invitación: “Venid a mí”. Vayamos al Señor con todas nuestras intenciones, y no pretendamos encontrar en nosotros mismos la respuesta indicada para cada cosa. Hablemos sencillamente con Él sobre lo que nos preocupa, abandonémonos en Él. Y cuando nos sea concedida la ayuda que habíamos pedido, démosle las gracias como Él lo merece. Percatémonos día a día cómo Dios se ocupa de nosotros. Así, nuestra relación con el Señor se hará más cercana y natural, y, bajo el influjo del Espíritu Santo, nuestra alma se liberará de sus tensiones y se hará más sencilla. Bajo la suave luz del Espíritu, ella se va abriendo más y más, y cuanto más espacio abierto encuentre el Espíritu del Señor en el alma, tanto más ella se sabrá amada por Dios. Y aquí estará la clave para la sencillez, porque cuanto más se sepa amada por Dios, tanto más confiará y podrá desprenderse… Así, el hombre despierta a su realidad de ser hijo de un Padre amantísimo, que nos ofrece todo su corazón en la Persona de su Hijo. En Jesús nos encontramos con la infinita bondad de Dios.