«Uno más fuerte tiene que llegar y soltar las cadenas» (Palabra interior).
La humanidad pecadora está sujeta a cadenas con las que Satanás la ha atado. Éste busca apartar a los hombres de la salvación para así herir indirectamente a Dios, que tanto los ama.
Las cadenas son de diversa índole. Pensemos en las pequeñas y grandes adicciones, en las diferentes dependencias y en el pecado que, si no se detiene, se extiende como un tumor cancerígeno y penetra con su veneno en el cuerpo y el alma del hombre. A esto se suma el hecho de que, a menudo, el pecado de una persona arrastra a otras, de manera que también ellas quedan enredadas en esta telaraña de tinieblas. Podríamos describir con mucho más detalle la condición en la que se encuentra la humanidad, pero basta con resumirla en las siguientes palabras de la Carta de San Juan:
«Sabemos que somos de Dios, mientras que el mundo entero yace en poder del Maligno» (1Jn 5,19).
Nosotros no podríamos liberarnos por nuestras propias fuerzas de estas cadenas de la desgracia. El versículo de la Escritura que acabamos de escuchar sugiere de dónde procede la liberación: solo Dios mismo puede romper las cadenas. Nuestro Padre ha enviado a su propio Hijo para ayudar a los hombres como buen samaritano y liberar a los que han caído presa de los ladrones (cf. Lc 10, 25-37).
Sólo mediante el perdón de los pecados puede el hombre ser liberado de estas cadenas de la hostilidad, que el demonio aprieta cada vez más por odio contra nosotros y para acusarnos ante Dios. Uno más fuerte tiene que llegar (Lc 11, 22): uno cuyo amor sea más grande que el odio del Maligno; uno que reconstruya lo que ha sido destruido; uno que infunda aliento de vida donde reina la muerte; uno que erija el reino del amor y derrita la capa de hielo que rodea nuestros corazones; uno que pueda exclamar desde la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
¿Quién, si no nuestro amado Padre, podría llevar a cabo esta obra? A Él sea la alabanza, la gloria y la acción de gracias por siempre.