«No se debe creer que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo puedan penetrar en una persona que no practica la virtud» (Juan Taulero).
La inhabitación de Dios en nuestra alma tiene condiciones. La primera es que vivamos en estado de gracia y permanezcamos vigilantes para no perderlo, y que acudamos inmediatamente al Trono de la Gracia en caso de que cayéramos, para reconciliarnos con nuestro Padre.
Juan Taulero señala otra condición que concierne al crecimiento de nuestra vida espiritual: estamos llamados a aspirar y practicar las virtudes.
Las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) proceden directamente de Dios y tienden a Él; es decir, la fe se relaciona directamente con el Señor, pues en Él creemos; lo mismo la esperanza, que depositamos en Él; y también la caridad se dirige en primer lugar a Dios, como nos enseña el primer mandamiento. Así, podemos examinar una y otra vez si realmente Dios ocupa el primer lugar en nuestra vida espiritual y si aprendemos a amar todo lo demás a partir de Él. Si notamos que algo en nuestra vida aún no está totalmente orientado hacia Dios, como debería ser, estamos llamados a realizar los actos necesarios para enfocarnos por completo en Él.
Resulta fácil entender que Dios puede colmarnos de forma especial con su presencia cuando nos esforzamos por centrar toda nuestra vida en Él, respondiendo así al don de las virtudes teologales. Cuando esto ocurre, nuestro Padre encuentra un alma a la que puede donarse fácilmente.
El estado de gracia permite que nuestro Padre se establezca en el alma de una persona y perfeccione progresivamente su lucha por las virtudes a través de su amor.