En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: “Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron.
Mas a media noche se oyó un grito: ‘¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!’ Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: ‘Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan.’ Pero las prudentes replicaron: ‘No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis.’ Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: ‘¡Señor, señor, ábrenos!’ Pero él respondió: ‘En verdad os digo que no os conozco.’ Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora.”
La vigilancia es una exigencia constante que nos presenta la Sagrada Escritura. Una y otra vez, con nuevos ejemplos en cada ocasión, el Señor nos da a entender la importancia de que estemos vigilantes.
La vigilancia es necesaria, porque estamos rodeados de enemigos que quieren hacernos daño.
La vigilancia es distinta al miedo y a la desconfianza. Cuando tenemos miedo estamos como paralizados por los peligros. La desconfianza, en cambio, cuenta firmemente con el mal por doquier, de manera que está como absorta por el mal. Lejos de estas dos actitudes, la vigilancia, a pesar de ser consciente de la existencia del mal, no centra su atención en él, sino en Dios. ¡Esta es la diferencia decisiva!
El texto de hoy nos pone un ejemplo muy comprensible. Las diez vírgenes están esperando al esposo. Todas ellas parecen estar preparadas para salir a su encuentro. Pero resulta que el esposo llega a una hora distinta de la esperada. Entonces, cuando finalmente llega, cinco de las vírgenes se quedan atrás, pues ya no les queda aceite y no tienen reserva. Las otras cinco vírgenes, en cambio, que eran prudentes y tenían consigo suficiente aceite, pueden entrar al banquete de bodas junto al esposo. El pasaje concluye con esta indicación: “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora”.
Si relacionamos esta parábola con la vida espiritual, veremos que la vida de las vírgenes prudentes debe haber sido auténtica. Su fe era lo suficientemente profunda para resistir durante el largo tiempo de espera. Así sucede en la vida espiritual cuando nuestro seguimiento de Cristo está bien arraigado, cuando es duradero, cuando lo mantenemos en pie incluso en aquellos días en que todo parece difícil y Jesús parece ausente. El aceite que las vírgenes prudentes llevan consigo nos trae a la memoria esta palabra del Señor: “Tened sal en vosotros y tened paz unos con otros.” (Mc 9,50)
Cuando realizamos buenas obras con el fin de que Dios sea glorificado a través de ellas, entonces estamos guardando aceite de reserva. Jesús dijo en otra ocasión: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.” (Mt 5,16)
Las vírgenes prudentes nos enseñan a ser previsores. Con este término no nos referimos a una actitud de preocupación y llena de temor; sino a la prudencia. Esta virtud –la prudencia cristiana– considera cada situación bajo el criterio de si aquello que estoy haciendo es provechoso para el Reino de Dios, o lo es solo poco, o no lo es de ningún modo. Por la virtud de la prudencia, podemos dejar en segundo plano incluso cosas lícitas, anteponiendo siempre aquello que sea aún mejor. San Pablo dice al respecto: “Todo me es permitido pero no todo me conviene.” (1 Cor 10,23)
Vivir de acuerdo a esta prudencia inclinará cada vez más a nuestra alma a optar por lo mejor, sin por eso caer en escrúpulos. Cuanto más se entrene el alma en forma prudente de vivir, tanto más se estabilizará y aprenderá a reconocer en cada situación la Voluntad de Dios, para así dar la respuesta que corresponde. Además, el alma se hará capaz de resistir largos períodos de sequedad, del mismo modo como las vírgenes prudentes pudieron aguardar la llegada retardada del esposo porque tenían consigo suficiente aceite.
La vigilancia, pues, es estar y permanecer concentrados en lo esencial. ¡No podemos dejarnos llevar por la superficialidad! ¡Nuestro corazón debe estar centrado en Cristo y permanecer en Él!
Para adquirir esta actitud, conviene que intensifiquemos cada vez más nuestra vida de oración, de modo que nuestro corazón, habiéndose entrenado muy bien en ello, aprenda a elevarse con facilidad hacia Dios y a permanecer en Él.
El Espíritu Santo, quien ora en nosotros (cf. Rom 8,26), es el aceite que aparece como símbolo en esta parábola; y este aceite está a nuestra disposición también cuando la noche se extiende más y más en espera del esposo, sea que su llegada se refiera al final de nuestra vida personal o al Final de los Tiempos, cuando el Señor vuelva en su gloria.