¡Con cuánta abundancia nos provee el Padre! Así como nos da el pan de cada día, también alimenta nuestra alma con el pan espiritual que necesitamos. Día a día nos habla a través de su santa Palabra. Día a día su voz susurra a nuestro corazón, bendiciéndonos con su presencia. Día a día el sacrificio de Cristo es actualizado en los altares, para que el fruto de la Redención sea brindado a las personas en el “pan de los ángeles”. Y, no obstante, tristemente es muy cierto lo que nos dice el Padre en su Mensaje:
“¡Mirad cuántas criaturas Mías, que se habían convertido en hijos Míos por el misterio de la Redención, no se encuentran ya en las praderas que Yo he establecido para todos los hombres a través de Mi Hijo! ¡Mirad cuántos otros –y vosotros lo sabéis bien– siguen ignorando la existencia de estos prados! ¡Y cuántas otras criaturas surgidas de Mis manos no conocen ni siquiera la mano que las ha creado! Vosotros no las conocéis, pero Yo las conozco a todas.”
Por ello, se torna aún más urgente el llamamiento de nuestro Padre de guiar a las personas hacia las abundantes praderas que Él ha establecido para ellas, preservándolas de toda contaminación. Lo que la Iglesia, por encargo del Hijo de Dios, debe brindar a los hombres, ha de ser verdadero alimento. Para ello, hace falta una doctrina veraz, que no esté corrompida por errores. Cuando hablamos a las personas de Dios, nosotros mismos debemos reflejar el verdadero rostro de nuestro Señor. Para que las personas encuentren su hogar en la Iglesia, hace falta una santa liturgia, que les permita vislumbrar la gloria del cielo. Los prados de Dios están a disposición, aunque el enemigo del género humano quiera profanarlas y aun si los llamados a ser pastores se extraviasen y las desconociesen.