Hech 10,34-38
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: “Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que le es grata cualquier persona que le teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Él ha enviado su palabra a los israelitas, anunciándoles la Buena Nueva de la paz por medio de Jesucristo, que es el Señor de todos. Vosotros sabéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo: cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.”
“Dios no hace acepción de personas” –ésta es una afirmación de gran alcance, pues nos enseña a fijarnos en el corazón de las personas, en lugar de juzgarlas según las apariencias o privilegios meramente naturales. Es fácil decirlo; pero no es tan sencillo ponerlo en práctica. ¿Qué hombre no muestra debilidad ante una mujer hermosa? ¿Quién no le da preferencia a la persona inteligente sobre la que es menos inteligente? ¿Quién no se deja impresionar o incluso corromper por la riqueza?
Esta afirmación nos permite mirar la profundidad de Dios. Él, que lo posee todo en plenitud, nos enseña a vivir en libertad y a encontrarnos con las personas en esta misma libertad. Lo importante es el corazón del hombre, sus motivaciones interiores, su recto obrar… No pocas veces podemos constatar que el que mucho habla, hace relativamente poco.
El “no hacer acepción de personas”, nos confiere una mirada en libertad sobre las personas. Ésta es la forma en que Dios mismo las mira, y Él nos enseña a hacerlo igual. Por tanto, Dios se fija en todos los que se esfuerzan por hacer lo correcto.
Sin embargo, esto no quiere decir que sea suficiente con hacer lo que nos parezca correcto, sin preocuparnos por Dios y lo que Él manda. Este criterio podría aplicarse para aquellos que, sin culpa, desconocen a Dios o para los que tienen una imagen equivocada o imperfecta de Él.
La lectura de hoy nos dice que a Dios “le es grata cualquier persona que le teme”. Ahora bien, para tener un verdadero temor de Dios, primero hace falta conocerlo. Buscar a Dios y servirle no es sólo un ofrecimiento que Él hace a los hombres; sino que Él mismo ha inscrito ese anhelo en sus corazones.
Nuestro Señor, ungido con el Espíritu Santo, “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo”. La Sagrada Escritura no guarda silencio sobre la influencia que el diablo tiene sobre los hombres. San Pedro, en su Carta, nos advierte de él: “Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. ¡Resistidle firmes en la fe!” (1Pe 5,8-9a)
Esta opuesta forma de obrar entre Jesús y el diablo, se prolonga en nuestra vida. Si imitamos la forma de actuar de Jesús, haciendo el bien por inspiración del Espíritu Santo, estaremos colaborando en la destrucción de las obras del diablo, en cuanto que difundiremos la luz de Dios. Con cada obra buena que realicemos en la fuerza del Espíritu Santo, debilitamos el poder del diablo y ayudamos al Señor en la sanación de los hombres. Tal vez nosotros mismos no estemos llamados a liberar concretamente a los posesos, pues sabemos que, en nuestra Iglesia, los exorcismos están reservados a ciertos sacerdotes designados para ello. Pero no debemos subestimar el efecto que tienen las buenas obras realizadas en el Señor.
Por ejemplo: ¡Cómo puede reconfortarnos y consolarnos una palabra de aliento de alguien! Tal vez podemos notar cómo se desvanece la oscuridad en el alma, y podemos ser tocados por ese mismo amor que fue el que inspiró a la otra persona a decirnos su palabra de aliento. Entonces llega la luz y se disipan las tinieblas.
Lo mismo sucede con las buenas obras. En la “arena” donde se desenvuelve el combate entre la luz y las tinieblas, por así decir, las obras de amor tienen su efecto. No son sólo una expresión del amor a Dios; no son sólo una expresión concreta del amor al prójimo; no son sólo una prueba de que estamos creciendo en virtud; no sólo traen alegría al corazón… ¡Las buenas obras son también una resistencia contra aquel que busca devorar a los hombres, seduciéndolos a realizar obras malas o inútiles! Dicho en otras palabras, las buenas obras son también un arma en el combate espiritual, para expandir la luz de Dios.
Entonces, ¿cuál es la conclusión de todo lo que hemos dicho? Atentos a las mociones del Espíritu Santo, pongamos en práctica las obras de misericordia, teniendo especialmente presentes las espirituales.