Am 9,11-15
Así dice el Señor: “Aquel día levantaré la cabaña ruinosa de David; repararé sus brechas, restauraré sus ruinas; la reconstruiré para que quede como en los días de antaño, para que lleguen a poseer lo que queda de Edom y todas las naciones sobre las que se invocó mi nombre, oráculo del Señor, el que hace esto.
“Mirad, ya vienen días –oráculo del Señor– en que el arador alcanzará al segador y el que pisa la uva, al sembrador; destilarán vino los montes y todas las colinas se derretirán. Entonces haré volver a los deportados de mi pueblo Israel. Reconstruirán las ciudades devastadas y podrán habitar en ellas; plantarán viñas y beberán su vino, cultivarán huertas y comerán sus frutos. Yo los plantaré en su tierra y no serán arrancados nunca más de la tierra que les di, dice el Señor, tu Dios.”
Las promesas de Dios dan esperanza a los fieles y nos revelan las verdaderas intenciones del Señor, que son una expresión clara de su bondad y de su amor paternal. Nos resultará más difícil reconocer este amor cuando se muestra desde el lado de la amonestación y formación, o cuando anuncia un castigo a través de los profetas. Pero se trata siempre del mismo amor de Dios, que lamentablemente con demasiada frecuencia se encuentra con el pecado y la desgracia en que vive el hombre, de manera que se ve obligado a tomar las medidas necesarias.
Sin embargo, en el texto de hoy resuena la alegría de Dios, cuando puede colmar de bienes a sus hijos y hacerles experimentar la plenitud de la vida para regocijar sus corazones. Pero siguen siendo promesas y su cumplimiento muchas veces está aún pendiente, especialmente aquella que nos asegura que en la eternidad viviremos junto a Dios en incesante gozo.
Algunas ideologías políticas se aprovechan de estas expresiones, y creen poder prometer a los hombres un paraíso en la Tierra. ¡Y cuántos se dejan cegar por tales promesas! En realidad, no podremos experimentar un paraíso en esta vida terrenal, pues el pecado del hombre, con todas sus consecuencias, sólo será plenamente superado cuando estemos con Dios.
Aun así, son estas promesas las que nos mantienen en pie, no sólo porque nos permiten reconocer claramente el amor de Dios; sino también porque nos recuerdan que las tinieblas tendrán que ceder.
¡Esta certeza cuenta también para la vida cotidiana! No pocas veces se ciernen densas nubes sobre nuestra vida, y no podemos reconocer el próximo paso a dar. A veces daría la impresión de que las cosas no avanzan o incluso parecen ponerse peores.
Pero las promesas de Dios no son sólo un consuelo y expresión de su benevolencia, sino que además nos han sido dadas como objeto de fe para que podamos aferrarnos a ellas. Si Dios lo ha dicho, sucederá: ¡Podemos aguardarlo día a día! ¡Podemos estar seguros de que, después de las tinieblas, vendrá la luz; después de la noche, el día; después de la tristeza, la alegría!
Además, debemos tener en cuenta que la llegada de mejores tiempos implica nuestra cooperación, pues la paz y la guerra no son simples desarrollos históricos o destinos que ocurren sin que nosotros, los hombres, tengamos algo que ver con ellos. En el caso de la guerra y de lo negativo, es producto del pecado; en el caso de la paz y de todo lo bueno, es fruto de la verdadera relación con Dios.
“Busca la paz y corre tras ella” –nos dice el salmo (Sal 34,14). Por eso, día a día estamos llamados a colaborar para sentar los cimientos de un tiempo mejor. Estas promesas que el profeta Amós pronuncia para el pueblo de Israel, después de que había advertido tanto sobre las terribles consecuencias del alejamiento de Dios, han de levantarnos y animarnos. Llegarán tiempos buenos; el mal jamás triunfará, aunque se presente como si fuera omnipotente y deje tras sí las huellas de la desolación. Pero la cabaña ruinosa será levantada; sus brechas, reparadas; sus ruinas, restauradas.
“Destilarán vino los montes…”
Con nuestro esfuerzo diario de vivir en la Voluntad de Dios, estamos preparando el camino para lo venidero.
Finalmente, podemos también interpretar el texto de este día en relación a nuestro interior: El Señor restaura nuestra alma, la sana y la hace fuerte, para que pueda someter “lo que queda de Edom y todas las naciones”, que, en este caso, representarían a nuestros enemigos interiores. Entonces cambiará nuestra suerte, como dice el salmo (cf. Sal 126,4), y viviremos en la gracia de Dios. Esto significa que el Espíritu Santo obrará en nosotros en sobreabundancia, como en un viñedo fecundo, y seremos plantados en el corazón de Dios, sin que nadie pueda jamás arrancarnos de ahí.