LAS INSTRUCCIONES DEL SEÑOR 

Dichoso el hombre a quien tú educas, al que enseñas tu ley” (Sal 93,12).

Si hemos entablado una amistad con nuestro Padre, no nos faltarán las instrucciones de su parte, pues nuestro amigo divino es al mismo tiempo nuestro guía en el camino de la salvación. De un amigo humano no podríamos esperar esto del mismo modo, y tal vez ni siquiera sería apropiado. De nuestro Padre Celestial, en cambio, recibimos con seguridad esa gracia.

La certeza de que estamos en manos de aquel que nos ha dado la vida, nos ha redimido y quiere llevarnos a la perfección –y que lo hace por su infinito amor a nosotros–, es motivo de constante alegría.

A menos que la soberbia nos haya enceguecido como lo hizo en otro tiempo con el ángel caído y con aquellos que se cierran a la luz y prefieren confiar en sí mismos, ¿no anhelamos acaso ser introducidos en los misterios más profundos del amor divino?

¿Quién no anhela descubrir las glorias de Dios en las cámaras de su tesoro? ¿Quién no quisiera beber de las fuentes de la verdad? ¿Quién no añora ser preparado para la vida en la felicidad eterna? ¿Quién no quiere dar fruto en la viña del Señor?

Todo esto sucederá si prestamos atención a las instrucciones de Dios, si seguimos las invitaciones de su amor y obedecemos a las mociones del Espíritu.

Todo esto sucederá si aceptamos que nos eduque, si acogemos de buen grado sus correcciones, si nos arrojamos una y otra vez, con todas nuestras limitaciones e ignorancia, en el mar de la confianza, para que, habiendo sido purificados, entendamos y recorramos aún mejor sus caminos.

Pidámosle al Señor que nos moldee según la imagen con la que nos ha creado. ¡El Señor no tardará en cumplir tal petición!