Yo, Juan, escuché al Señor que me decía: “Al ángel de la iglesia de Sardes escríbele: Esto dice el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas: conozco tu conducta; tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto. Mantente en vela y reanima lo que te queda, pues está a punto de morir. Pues he descubierto que Dios no considera perfectas tus obras. Acuérdate, por tanto, de cómo recibiste y oíste mi palabra: guárdala y arrepiéntete. Porque, si no estás en vela, vendré como ladrón, sin que sepas a qué hora caeré sobre ti.
Tienes, no obstante, en Sardes unos pocos que no han manchado sus vestidos. Ellos andarán conmigo vestidos de blanco, porque lo merecen. El vencedor será así revestido de blancas vestiduras, y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que me declararé a su favor delante de mi Padre y de sus ángeles. El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al ángel de la iglesia de Laodicea escríbele: Así habla el Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de Dios. Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres tibio, es decir, ni frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca. Tú dices: ‘Soy rico; me he enriquecido; nada me falta’. Pero no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras y no quede al descubierto tu vergonzosa desnudez, y un colirio para que te eches en los ojos y recobres la vista. Yo reprendo y corrijo a los que amo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Ten en cuenta que estoy a la puerta y voy a llamar; y, si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos los dos. Concederé al vencedor que se siente conmigo en mi trono, pues yo también, cuando vencí, me senté con mi Padre en su trono. El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.”
No se puede ignorar la tonalidad seria de estas palabras…
En el caso de la iglesia de Sardes, el reproche parece ser que algunos de sus miembros llevan el nombre de cristianos, pero su vida interior está a punto de morir… Por eso sus obras ya no son perfectas. Visto simplemente desde fuera, la vida parecería continuar en su acostumbrado rumbo; pero la fuerza interior, el amor, que es la verdadera motivación de toda obra buena, se ha debilitado.
“Acuérdate, por tanto, de cómo recibiste y oíste mi palabra: guárdala y arrepiéntete” –así le dice el Señor a la iglesia de Sardes, y esta exhortación podría indicar que no se estaba observando con fidelidad la doctrina que les fue transmitida… Aquí queda evidente el hecho de que desviarse de la recta doctrina acarrea las respectivas consecuencias. Efectivamente, cuando uno se desvía así, no está ya sostenido por la gracia de la verdad, de manera que pierde la clara orientación. Por eso, adherirse a la verdad transmitida no es falta de flexibilidad ni un escrupuloso legalismo –aunque estas tendencias efectivamente existan–; sino que es beber de las fuentes de la verdad. En esta adhesión, uno puede experimentar una y otra vez en su interior que la gracia de Dios se despliega en aquellos senderos que Él mismo ha dispuesto. Fuera de la senda de la verdad, surge el desorden.
Para mí es importante resaltar una y otra vez esta dimensión, que también en la Sagrada Escritura es enfatizada; precisamente en el tiempo actual en que algunos cristianos ya no le dan mucha importancia a la doctrina, y la consideran como una orientación a nivel general, pero no vinculante. Están muy equivocados, pues, con el paso del tiempo, esto repercutirá en toda la vida cristiana, siendo así que la luz de la recta doctrina iluminará cada vez menos el entendimiento y fácilmente podrán infiltrarse errores. A largo plazo, los errores tienen efectos negativos, porque en lugar de que sea la luz divina la que domine, se pondrán en su lugar las reflexiones meramente humanas, el pensar mundano o incluso el enceguecimiento demoníaco.
Por tanto, el llamado a la conversión dirigido a la iglesia de Sardes va de la mano con la exhortación a guardar la palabra, la doctrina… Pero también en Sardes hay un “santo resto”: son aquellos que han permanecido fieles y cuyos nombres están inscritos en el libro de la vida. Ellos habrán dado un firme testimonio de Cristo y se habrán declarado a Su favor, pues el Señor asegura que también Él se declarará a su favor delante de su Padre y de sus ángeles (cf. Mt 10,32).
Junto con la seriedad de la advertencia, se señala también el camino de salida y de sanación. ¡Así es como Dios nos trata! Por un lado, nos dice con toda claridad lo que no corresponde a Su Voluntad; por otro lado, y con la misma claridad, nos muestra cómo podemos retornar a esta Voluntad Suya. También se mencionan las consecuencias que vendrán en caso de que no se dé la conversión. Quien no se esfuerce por vivir plenamente en la verdad, acabará encegueciendo frente al Retorno del Señor, y no se dará cuenta de que la hora se acerca ni estará preparado.
Más fuerte aún que la advertencia a Sardes es la que recibe Laodicea. Según algunos exégetas, la descripción de las siete iglesias del Asia Menor puede tomarse también como una descripción de los diferentes tipos de iglesias. Siguiendo esta interpretación, se trataría aquí de una comunidad con bienestar material, pero pobre en su actuar espiritual. Sin embargo, ella ni siquiera se da cuenta de su estado; porque precisamente sus riquezas le confieren una cierta seguridad, que en realidad no es más que una ilusión. Quizá, debido a su poder económico, una comunidad tal incluso tenga influencia sobre otras comunidades, atribuyéndose así una posición que no le corresponde. Sin embargo, desde la perspectiva espiritual, ella pertenece a los que están lejos de Dios. Así es el estado de tibieza: no hay convicciones claras, no hay un fuego ardiente, se adapta a las corrientes de cada época, es incapaz de nadar contra corriente… Desde la perspectiva espiritual, la tibieza es un estado deplorable y sumamente preocupante.
Llama la atención el hecho de que el Señor, al dirigirse a esta iglesia, no destaque ninguna buena obra a la que debería retornar. Más bien, hace un llamado urgente a la conversión y a volverse plenamente a Él. Sólo Él podrá devolver la vida a esta comunidad, si ella aprende que únicamente en Él encontrará su riqueza; si aprende a ver con los ojos del Señor y en la unción del Espíritu Santo, y no se queda en su ceguera habiendo adoptado la mentalidad del mundo; si lava sus vestidos bautismales en la sangre del Cordero, renovando así la túnica de la gracia (cf. Ap 7,14b).
¡La conversión a Dios es urgente, y no hay tiempo que perder! Incluso a la comunidad de Laodicea, cuyo estado es tan preocupante, Dios le ofrece una salida… “Sé, pues, ferviente y arrepiéntete” –le dice. ¡Esta invitación es siempre actual, sólo que no se la debe desaprovechar!