“Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 23,4).
Tras haber perdido el Paraíso con la caída en el pecado, la vida en la Tierra no siempre transcurre bajo el radiante sol, como ciertamente todos hemos tenido que experimentar. También tenemos que atravesar cañadas oscuras, que nos infunden temor. Sin embargo, Jesús nos asegura: “En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Todavía está por venir aquella vida iluminada sin límites por el esplendor del amor de nuestro Padre, donde ya no quedan cañadas oscuras. Hacia allí peregrinamos.
Si la Sagrada Escritura nos exhorta a pensar en nuestro fin (Eclo 7,36) y a vivir con vigilancia, conscientes de que un día moriremos, entonces la visión de la eternidad nos ayudará a no perder la esperanza y la orientación cuando atravesemos cañadas oscuras.
Nuestro Padre permite que éstas existan para que crezcamos espiritualmente y aprendamos a confiar en Él. Cuando llegamos a las cañadas oscuras, Él nos sostiene con más fuerza aún para que no nos extraviemos. Una vez que las hayamos atravesado tomados de su mano y la luz vuelve a brillar y a alegrarnos, sabremos que fue Dios quien nos guió a través de los valles de la oscuridad.
Si dejamos que esta experiencia interior con el Señor se asiente profundamente en nuestro corazón, llenándonos de gratitud, saldremos robustecidos de las cañadas oscuras y nos servirán de entrenamiento en caso de que tengamos que volver a atravesar una etapa difícil en nuestro camino o incluso un tiempo de tribulación para toda la humanidad.
La confianza nos asegura que, “aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.”