Después de haber tratado el tema de la conversión existencial, y una vez que hemos visto que, para emprender el camino de la santidad y dar así la respuesta adecuada al amor de Cristo, se requiere de la disposición al cambio, echemos ahora un vistazo a las virtudes.
Conocemos las así llamadas “virtudes cardinales”: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
Si queremos encaminarnos hacia la santidad, es importante ejercitarnos en todas las virtudes. Hoy queremos detenernos en la virtud de la fortaleza, porque el camino de seguimiento podría a veces asustarnos, sobre todo cuando nuestra alma está apenas al inicio… Si bien la gracia de Dios nos sostiene y suele concedernos ese fervor propio del comienzo, el camino puede resultarnos largo. Entonces, la virtud de la fortaleza será la que nos ayude a superar cada etapa, con la ayuda de Dios.
San Juan de la Cruz advierte que, cuando uno se ha decidido seriamente a emprender el camino de la perfección, el Diablo le infundirá todo tipo de temores, para evitar que avancemos y pongamos en práctica nuestro propósito. Para ello, él se valdrá de cualquier recurso, hasta el punto de que incluso las historias de los santos, que hablan sobre los tormentos que ellos padecieron, pueden causarle un cierto espanto al alma. Y es que no pocas veces sucede que en estas historias de santos se hace énfasis en los sufrimientos que ellos sobrellevaron, pero se olvida mencionar que Dios les concedió todas las gracias para recorrer un camino tal, así como para ciertas personas está previsto.
La valentía no es una virtud aislada; sino que está relacionada con las otras virtudes. En relación al camino de seguimiento, ella no está solamente para poner a prueba y formar nuestra fuerza de resistencia; sino que tiene una clara finalidad, que consiste en que jamás abandonemos las sendas del Señor, y que perseveremos aun con todos los combates y dificultades que puedan sobrevenirnos. “Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida” –dice el libro del Apocalipsis dirigiéndose al ángel de la iglesia de Esmirna (Ap 2,10).
La virtud de la fortaleza se nos infunde en el Bautismo, y con nuestra voluntad podemos ejercitarla, de manera que, con el tiempo, se hace parte de nosotros. Cuanto más amemos al Señor, tanto más crecerá la valentía de padecer por causa Suya. Podremos entenderlo mejor si pensamos, por ejemplo, en un verdadero y ardiente amor que puede existir entre dos personas. Ellos podrán superar todas las dificultades que se interpongan a su amor, y precisamente ahí se consolidará ese amor. Crece la valentía de estar dispuestos a sufrir.
La fortaleza no significa ausencia de miedo. No es, entonces, ese ideal de valentía que nos transmiten las historias de los héroes, que no le temen a nada ni a nadie. También una persona miedosa puede, por la gracia, llegar a ser fuerte y valiente, porque es Dios quien le hace capaz de ello. Eso sí, tendrá que ejercitarse en esa virtud y ganársela en un proceso. No es que podamos simplemente evitar que nos sobrevenga ese miedo que aparece sin que lo busquemos, pero, lo que sí podemos hacer son actos concretos, para que el temor no nos paralice ni nos impida realizar aquello que nos ha sido encomendado.
Esto último es importante que lo hagamos, porque así nos entrenamos en la valentía. Tampoco podemos “negociar” con el miedo, sino que, con la gracia de Dios, hemos de vencerlo, aunque sea con el corazón latiendo a mil y las manos bañadas en sudor.
Es por eso que tampoco podemos siempre evadir las dificultades y huir de ellas. La virtud de la prudencia se encargará de enseñarnos cuándo conviene enfrentarse a la batalla y cuándo es mejor superar la situación de otra forma. ¡Pero no debe ser el miedo el que lo decida! Aquí viene a nuestra ayuda la fortaleza, que llega a ser una actitud básica de nuestra vida, animándonos a vencer en el Señor todo lo que nos sobrevenga y a hacer aquello que a Dios le agrada, aun si implicase esfuerzos y fatigas.
Si nuestro camino espiritual se intensifica más, también necesitaremos de la valentía para atravesar de forma adecuada y en el Señor todos los procesos interiores de transformación. Para ello podemos contar siempre con Él, y así nuestro amor se profundizará a diario.
Con la virtud de la fortaleza que vamos adquiriendo, glorificamos al Señor. Si, por ejemplo, asumimos por Su causa las fatigas del apostolado; si en la vida diaria soportamos las dificultades de nuestra naturaleza humana e intentamos superarlas, con la mirada puesta en Él; si soportamos valientemente las enfermedades y lo hacemos por Dios, entre muchas otras cosas; estaremos mostrándole así nuestro amor al Señor. Y en este camino, Dios, en su insuperable sabiduría, nos fortalecerá interiormente, para que podamos salir victoriosos en el combate que le ha sido encomendado a todo el que siga al Señor.