La virtud de la templanza

Ayer habíamos tematizado la virtud de la fortaleza, que es tan importante para seguir firme y perseverantemente al Señor. Hoy nos fijaremos en otra de las cuatro virtudes cardenales: la templanza.

“Si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis.” (Rom 8,13)

El desorden que quedó en el hombre a consecuencia del pecado original, ha de retornar al orden dispuesto por Dios, a través de su gracia y nuestra cooperación. Es necesario refrenar sabiamente la rebelión de los sentidos y pasiones contra el espíritu.

Así como sucede con el instinto sexual, también el comer y el beber son potencias positivas y vitales de la Creación, que el Creador le dio al hombre para que le sirvan. Todo lo que procede de Dios porta el sello de su bondad y de su amor, y podemos deleitarnos en sus obras con gratitud y alabanza. Pero, eso sí, hay que emplear de forma adecuada estos buenos dones de Dios, utilizarlos razonablemente, para que éstos no afecten a la vida del espíritu.

Aquí es donde entra en juego la virtud de la templanza, que quiere ayudarnos a encontrar una armonía y un equilibrio interior, de modo que podamos manejar nuestras apetencias de tal forma que nos sirvan y no sigamos en el desorden interior. Si no se refrenan los apetitos desordenados, quedamos debilitados o incluso caemos en pecado inducidos por ellos. Una vida que se deja llevar por el deseo, sin refrenarlo ni ordenarlo, no puede modelarse conforme al Espíritu de Dios. No puede llegar a ser profunda ni lograr que el espíritu recupere el dominio en la “propia casa”, por así decir. La persona permanece atrapada en su inconstancia y, dependiendo de la intensidad de su sensualidad desordenada, queda esclavizada.

Es por eso que el Apóstol Pablo nos exhorta a “hacer morir las obras de la carne”. Esta expresión se refiere a que debemos ponernos frenos y percibir cuando perdemos la medida apropiada y, en consecuencia, el equilibrio interior.

Pensemos, por ejemplo, en el consumo de alcohol… ¡Cuán cautelosos debemos ser para que la apetencia desordenada no nos ate al alcohol, para que no se nos convierta en un hábito o incluso, tomándolo en exceso, degenere en un vicio! ¡Cuánto se alegra el corazón del hombre con una copa de buen vino (cf. Sal 104,15); pero cuánto se descarrila cuando lo bebe en exceso!

Aunque no sea tan fácil entenderlo, es igual de importante la virtud de la templanza en lo que refiere al comer. Si no refrenamos nuestra apetencia, fácilmente fomentaremos nuestro egoísmo y centraremos la mirada en nosotros mismos. El ayuno, que, lamentablemente, se ha perdido de vista casi por completo en las prácticas ascéticas recomendadas por la Iglesia (vale aclarar que no sucede así entre los cristianos de Oriente), contrarresta esta apetencia desordenada.

En un prefacio de Cuaresma, resuenan estas palabras: Porque con nuestras privaciones voluntarias nos enseñas a reconocer y agradecer tus dones, a dominar nuestro afán de suficiencia y a repartir nuestros bienes con los necesitados, imitando así tu generosidad.”

Aquí se ha tocado un punto importante para la práctica de la virtud de la templanza. Se trata de adquirir una mayor libertad interior. En efecto, cada vez que no refrenamos una apetencia desordenada, disminuye nuestra libertad, que ha de centrarse totalmente en el Señor. Así, el ayuno no es simplemente un asunto disciplinario para el dominio de sí mismo; sino que está al servicio del Señor, sin considerar aquí otras muchas dimensiones del ayuno, como, por ejemplo, su eficacia en el combate contra el demonio.

Entonces, la virtud de la templanza se convierte en un “custodio interior” para emplear apropiadamente los dones de Dios, de tal manera que no afecten a la vida del espíritu y podamos superar la desarmonía que el pecado original y los pecados personales marcaron en nosotros. Pero esto no lo conseguiremos sin renuncias, lo que San Pablo denomina “hacer morir las obras de la carne”, “mortificación”…

La templanza está relacionada con otras virtudes más, tales como la sobriedad, la castidad, la continencia, la modestia… Si nos fijamos en cada una de ellas, veremos su parentesco interior, porque todas sirven a un mismo fin: proteger y fomentar la vida del Espíritu y, por tanto, la obra del Espíritu Santo en nosotros.

Hay que añadir un punto más. Cuando practicamos con nuestra voluntad la virtud de la templanza, no sólo estamos rechazando todo desenfreno y los serios peligros que éste conlleva; sino que a largo plazo esta virtud irá calmando y sanando la inquietud de las apetencias de nuestros sentidos. Y este efecto, a su vez, repercutirá positivamente en nuestro equipamiento para el combate espiritual contra los tres enemigos de nuestra alma. De hecho, la práctica de la templanza es ya en sí misma un componente importante del combate.

Por supuesto que la virtud de la templanza no se limita únicamente a la esfera de los sentidos externos. Nos hemos detenido en primera instancia en este aspecto, porque día a día tenemos que lidiar con él; es, por así decirlo, un campo de batalla cotidiano. Esto no significa que debamos clavarnos escrupulosamente en el esfuerzo por alcanzar la virtud de la templanza ni caer en extremos que no son sanos. La templanza también debe practicarse en relación con los bienes que no son materiales, pues también aquí puede haber excesos y desenfrenos. Existe, por ejemplo, una sed desordenada de conocimiento, queriendo saberlo todo, o también la curiosidad debe ser refrenada, etc.

Terminemos con esta sabia frase de San Agustín, que nos dará la orientación adecuada para practicar esta virtud: “La virtud de la templanza es aquel amor que preserva al hombre incorrupto e intacto para Dios.”

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