“La justicia es la constante y firme voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde.” (Santo Tomás de Aquino)
En esta sencilla definición, tenemos la base para la práctica de esta virtud cardinal. La justicia se dirige, en primer lugar, a Dios mismo, porque no hay nada que sea más justo que rendirle a Él el culto que le corresponde, como Creador y Padre: adoración, honor, gloria, gratitud, fiel cumplimiento de sus mandamientos, humilde y entregado servicio, confianza…
A nivel objetivo, omitir esto es una enorme injusticia, aun si procurásemos practicar la justicia para con el prójimo, respetando sus derechos y cumpliendo las diversas obligaciones que tenemos con él.
Todo intento de crear un mundo sin darle el honor a Dios y sin regirse según sus mandamientos, está destinado al fracaso, porque le falta su sano fundamento. Esto es lo que hemos constatado en el horroroso nazismo y en la perversión comunista: un mundo sin Dios se convierte en un desierto desolado y peligroso, donde los demonios pueden hacer de las suyas, esclavizando a los hombres. Todos los sistemas de pensamiento e ideológicos que no den importancia al verdadero culto a Dios o lo desfiguren, traen desorden, tanto en la relación con Dios como en la relación entre personas.
Desde esta perspectiva, resulta evidente que aquellas órdenes religiosas o vocaciones individuales que se dedican sobre todo al culto de Dios y a la santificación, no son, de ningún modo, inútiles, por el hecho de que supuestamente no hacen nada por el hombre. Esto era lo que se pensaba, por ejemplo, a raíz de la Revolución Francesa. Antes bien, son estas vocaciones las que salvaguardan el “orden del mundo”, la justicia frente a Dios. Ellas ayudan a colocar ese fundamento que tantas veces se pierde en el mundo.
Por supuesto que la práctica de la justicia se dirige también al prójimo. Una piedad que no respetase las bases de la justicia, se haría falsa. Debemos empeñarnos atentamente en cumplir a conciencia nuestras obligaciones, tanto con Dios como con el prójimo, respetando sus derechos.
Dentro de la armadura para el Combate Espiritual, descrita en su Carta a los Efesios, San Pablo nos dice: “Revestíos de la justicia como coraza” (Ef 6,14).
En todo combate -y más aún en el espiritual- necesitamos de una protección que nos recubra por completo, de manera que los dardos del enemigo no puedan penetrar en nuestro interior. Esta protección es la justicia, porque, si nos movemos en ella, no habrá ninguna parte donde se nos pudiese echar en cara una falta de delicadeza frente a Dios o al prójimo. El ataque del enemigo no encontrará ningún “punto débil” del que pudiese aprovecharse. Por el contrario, si uno actúa injustamente, no está protegido.
Sin embargo, la primera motivación para practicar la justicia no debe ser la de estar protegidos; sino el simple hecho de que ella es, en sí misma, un regalo de la belleza y sabiduría divina, indispensable para edificar una vida verdaderamente humana.
Por eso es correcto que la Iglesia fomente la justicia y la paz, porque, como dice el salmo, “la justicia y la paz se besan” (84,11). Del mismo modo, los gobiernos han de emplear los medios apropiados para ejecutar las leyes que sean justas. “Ante la ley todos son iguales” -éste es un noble principio, porque aquí no puede juzgarse según apariencias o preferencias.
Por otra parte, hay que lamentar que existen leyes extremadamente injustas, que convierten a un Estado, al menos parcialmente, en un régimen criminal. Esto es lo que sucede con la tremenda injusticia de no proteger la vida de los niños en el vientre de sus madres, o, peor aún, con aquellas leyes que atentan directamente contra esta vida. ¡Ésta es una injusticia que clama al cielo! Con ella, se destruye el fundamento para una verdadera paz y justicia. No es exagerado decir que, mientras no se repare y acabe con este crimen, no podrá haber verdadera paz, porque la Paz se edifica sobre la justicia. Lo único que podría alcanzarse es una “aparente paz”, que, en el fondo, es injusta. Ésta podría ser un distintivo de un nuevo dominio anticristiano, que pretendería crear paz sin respetar la justicia, particularmente en lo que respecta a los derechos de Dios.
Si bien es justo y necesario que la Iglesia coopere en proteger y promover los valores fundamentales en el mundo, Ella debe estar siempre atenta a dar testimonio, ante todo, de aquello que es fundamento para cualquier justicia: la gloria de Dios.
Esto significa también señalar los errores que se opongan a la verdadera imagen de Dios, porque éstos son siempre injustos y perjudican al hombre, apartándolo del conocimiento de la verdad. Por ejemplo, en cuanto al mencionado crimen del aborto, la Iglesia no puede ponerlo al mismo nivel con otras injusticias que existen en el mundo. ¡Siempre, a tiempo y a destiempo, oportuna o importunamente, debe elevar su voz a favor de los no nacidos!
En este punto, después de haber meditado la justicia como última de las virtudes cardinales, terminamos un primer bloque en este “ciclo de espiritualidad” que nos hemos propuesto hasta el Miércoles de Ceniza. Antes de seguir con otros temas de la vida espiritual, haremos, a partir de mañana, un paréntesis, para tratar un asunto de mucha actualidad.