En la meditación de ayer, habíamos escuchado que, según San Juan de la Cruz, cuando uno toma la decisión de emprender más intensamente el camino de seguimiento de Cristo, el Diablo trata de impedir el paso decisivo, infundiéndonos miedo, distrayéndonos y tentándonos de diversas formas. No pocas veces los obstáculos pueden venir de parte de las personas más cercanas a nosotros, pero que no se han decidido por seguir enteramente al Señor, ni entienden este camino. Incluso pueden ser personas piadosas, pero que no tienen una relación lo suficientemente profunda con el Señor como para comprender el misterio entre Dios y el alma llamada por Él. Así, puede suceder que estas personas crean tener que desaconsejar o incluso advertir de emprender este camino más intenso.
Dios permite tales tentaciones, para que el alma corresponda a Su llamado con mayor determinación. En tales circunstancias, ella tiene que mostrar valentía y fortaleza, pues los que quieren impedirle tomar este camino pueden ser personas a las que respeta y ama. Al presentarles resistencia por causa del Señor, el alma se fortalece y se prepara para el camino que le espera. Me refiero aquí a la vocación cristiana en general, pero de forma especial a las vocaciones religiosas, que han de dejarlo todo para seguir a Cristo.
Ahora bien, las pruebas no solamente vienen del exterior; sino también de dentro, a través de los pensamientos y sentimientos que quieren amedrentar al alma. Si ella no afronta con sabiduría estos pensamientos y sentimientos, puede suceder que empiece a dudar, se vuelva insegura y, en el peor de los casos, no continúe el camino que había decidido emprender.
Quien se encuentre en una situación tal, ha de dedicarse intensamente a la oración. De ser posible, debería acudir a un guía espiritual experimentado, que también siga un intenso camino interior. Es importante recordar que el llamado viene de Dios; y que no es nuestra “cualificación” la que está en primer plano; sino la Voluntad del Señor. Todos los temores e incertidumbres que surjan en el alma, han de serle presentadas a Dios en la oración. Aquel que nos llama nos dará también la fuerza para seguir valientemente nuestro camino. Uno no debería concentrarse demasiado en sí mismo ni en sus debilidades; sino profundizar la confianza en Dios, que es quien nos llama a un camino más intenso en pos de Él.
Cuando uno haya superado con la ayuda de Dios estos obstáculos iniciales y haya crecido en la virtud de la fortaleza, le esperan los siguientes retos.
Dios purifica a quien ama. Así, habiendo emprendido el camino interior, nos corresponde atravesar las correspondientes purificaciones interiores. Muchas veces el alma aún no comprende que también esta etapa del camino es señal del gran amor del Señor. En efecto, con estas purificaciones Él nos da a entender que se toma en serio al alma que quiere corresponder a Su cortejo. Ella empieza a percibir más finamente sus apegos a las cosas de este mundo, y tiene la impresión de encontrarse ante una enorme montaña que debe remover. Así, fácilmente puede desanimarse, porque es más difícil lidiar con las pasiones y apegos desordenados que ofrecer resistencia a los ataques de fuera.
Aquí nuevamente nos ayuda la virtud de la fortaleza, que en este caso consistirá en dar un paso de confianza. Cada acto de confianza en Dios nos desprende de nosotros mismos, y así se convierte en un elemento purificador, porque ya no edificaremos tanto sobre nuestras propias capacidades. Precisamente en esta etapa de purificación, uno empieza a abandonar las seguridades que solía tener, y el alma se va anclando cada vez más en Dios, en lugar de confiar en sí misma. Éste es un gran reto, que desafía nuestra fortaleza. En este caso, no se trata tanto de “resistir”, sino de adentrarnos en una cierta “oscuridad”. Aunque por fe sabemos que Dios nos espera y acompaña, el alma aún no está suficientemente arraigada en Dios ni suficientemente segura de Su amor. Así, ahora, cuando están siendo purificadas sus satisfacciones en la esfera de los sentidos, que solían darle una seguridad natural, ella tiene que dar un paso valiente que la introduce en la “noche”, por así decir; pero que en realidad la acerca más a Dios.
Puede suceder que en nuestro camino de seguimiento se repitan una y otra vez ciertas tentaciones, y uno caiga en ellas. Entonces, el alma quisiera “echar la toalla” y desanimarse. Aunque el sacramento de la penitencia la robustece y fortalece una y otra vez, ella no es capaz de resistir a las tentaciones como se había propuesto. Quizá el Señor permita esta “plaga” para que crezca en humildad, pues aún está demasiada segura de sí misma. Aquí nuevamente se requiere de la virtud de la fortaleza, para no rendirnos y proponernos una y otra vez hacer todo lo que esté en nuestras manos para resistir en el combate. Hace falta valentía para volverse a levantar tras las derrotas y seguir luchando, en lugar de quedarse en el suelo y ceder a sus debilidades.
En un camino intenso de seguimiento de Cristo y en las purificaciones que hacen parte de él, podemos llegar una y otra vez a situaciones que nos exigen dar un nuevo paso. Siempre se trata de abandonarnos aún más en Dios. La mística cristiana habla de dos “noches” que el alma tiene que atravesar. La primera “noche” (llamada “noche de los sentidos”) consiste en dejar atrás aquellas seguridades que nos dan los placeres y apegos en la esfera sensual. La segunda “noche” (llamada “noche oscura del alma”) consiste en que somos purificados de nuestras propias ideas, imaginaciones, constructos de pensamientos, etc, en los cuales muchas veces ponemos nuestra seguridad. El objetivo es que el alma se ancle cada vez más en Dios y se desprenda de sí misma.
En este marco no podremos entrar en detalles sobre lo referente a estas etapas del camino de purificación. Dentro del contexto de la virtud de la fortaleza, basta con señalar que en todos estos procesos de transformación interior hace falta dar pasos valientes, o también ser valientes en permitir que Dios purifique nuestra alma.
Entonces, para todos los combates que tenemos que afrontar en nuestra vida cristiana es muy importante la virtud de la fortaleza: sea para profesar nuestra fe, sea para soportar las amenazas y sufrimientos que puedan sobrevenirnos, sea para dejar atrás el entorno familiar y los seres queridos cuando la vocación nos lo exige, sea para recorrer el camino interior…
Si damos todos estos pasos con la ayuda de Dios –quien, por cierto, nunca nos negará lo que necesitamos–, entonces la virtud de la fortaleza crecerá y se nos volverá cada vez más natural. Así, podremos exclamar junto a San Pablo: “¿Quién nos podrá separar del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (…) En todo esto salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó.” (Rom 8,35.37)