1Jn 2,29.3,1-6
Si sabéis que él es justo, reconoced que quien hace lo que es justo ha nacido de él. Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no lo reconoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Quien tiene esta esperanza en él se purifica, porque él es puro. Todo el que comete pecado comete una acción malvada, pues el pecado es la maldad. Quien permanece en él, no peca; por eso, el que peca no le ha visto ni conocido.
A través del Espíritu Santo, reconocemos que somos hijos de Dios, y nos sabemos amados por un Padre bondadoso, cuyo mayor deseo es que conozcamos su amor, que lo acojamos en nosotros y correspondamos a él.
Pero, ¿qué es lo que seremos? Como dice San Juan, todavía no se ha manifestado con claridad lo que seremos; sino que recién en la eternidad lo reconoceremos a plenitud. Pero ya ahora podemos sacar un gran provecho espiritual al poner en práctica la virtud de la esperanza, pues a través de ella nos adherimos al Señor ya en esta vida; aunque todavía no veamos claramente lo que seremos. Así, esta virtud teologal nos permite tener parte con Aquel en quien esperamos, que es el mismo Señor.
Pongamos un ejemplo: Nosotros, como cristianos, tenemos la esperanza de que en la eternidad viviremos íntimamente unidos a Dios. Esta realidad, aunque todavía no la podamos ver, empieza a hacerse eficaz desde ya en nuestra vida, a través de la virtud de la esperanza. Cuanto más esperemos en esta eternidad que nos ha sido prometida, cuanto más nos orientemos hacia ella, tanto más nos uniremos a Dios desde ya, y de ahí nos viene la fuerza para realizar mejor nuestra misión en este mundo.
Mientras que la esperanza nos une profundamente al Señor y, por tanto, nos santifica; el pecado produce lo contrario. Éste perjudica a la vida de la gracia, y, a la larga, la destruye. Nos quita la naturalidad de la inocencia e impide que permanezcamos en Dios y lo conozcamos como Él realmente es. Mientras que la esperanza abre nuestros ojos para que veamos aun sin ver, el pecado nos hace cada vez más ciegos frente a la verdad. Nos esclaviza y convierte nuestra vida en una ilusión, puesto que la aparta cada vez más de la realidad de Dios.
Entonces, es muy sabio poner nuestra esperanza en el Señor, confiando en Sus promesas y aferrándonos a ellas. Así nuestra esperanza estará bien fundada, mientras que las esperanzas terrenales a menudo no llegan a cumplirse, y cuando ponemos muchas expectativas en las personas, probablemente tengamos que sufrir decepciones.
Si ponemos nuestra mirada en el año que acaba de iniciar, es importante que, en primera instancia, seamos realistas. Una gran sombra sigue cerniéndose sobre muchas naciones. Las promesas humanas de que, con una intensa campaña de vacunación, se lograría vencer al virus dentro de poco tiempo y las personas quedarían protegidas, resultaron ser una falsa esperanza.
Entonces, ¿cómo podrá desvanecerse esta sombra?
¡Pongamos nuestra esperanza en el Señor! Él es lo único seguro en el año que ha comenzado. Ya hemos experimentado cómo prácticamente todo lo terrenal puede tambalearse. La prudencia cristiana nos enseña que debemos sacar las conclusiones correctas de esta experiencia.
Si prestamos atención a dos aspectos, la sombra tendrá que ceder: en primera instancia, pongamos nuestra esperanza en el Señor, pidiéndole a Él que ponga fin a esta pesadilla. En segundo lugar, cooperemos con Él para que Su luz se difunda. Esto sucede cuando nosotros mismos nos convertimos cada vez más profunda y sinceramente a Dios y, al mismo tiempo, invitamos a otras personas a que se abran al amor de nuestro Padre Celestial.