En lo que se refiere al tiempo y al momento, hermanos, no tenéis necesidad de que os escriba. Vosotros mismos sabéis perfectamente que el Día del Señor ha de venir como un ladrón en la noche. Cuando la gente diga “Todo es paz y seguridad”, entonces, repentinamente, vendrá sobre ellos la ruina, como los dolores de parto a la que está encinta. Y no escaparán.
Pero vosotros, hermanos, no vivís en la oscuridad, para que ese día no os sorprenda como ladrón, pues todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. Nosotros no somos de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios.
Cuando el año litúrgico va llegando a su fin, las lecturas bíblicas hablan cada vez más sobre el Retorno de Cristo y sobre las realidades últimas. Este es también el caso del texto de hoy. La Segunda Venida del Señor está siendo preparada, pero sólo estará consciente de ello aquel que la aguarda en vela. Es algo similar a lo que sucede con la muerte. Podemos vivir como si no fuésemos a morir, podemos pretender descartar esta realidad de nuestra vida; o, por el contrario, podemos prepararnos conscientemente para la muerte. Si nos decidimos por esta última opción –y no apenas en el último tramo del camino–, entonces habremos despertado y viviremos cada día con mayor consciencia.
En general, el anuncio del Evangelio parece estar muy poco centrado en el Retorno de Cristo, a pesar de que cada día exclamamos en la Santa Misa: “Anunciamos tu muerte, Señor; proclamamos tu Resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”
Si se descuida el anuncio de la Segunda Venida de Cristo y de las realidades últimas, la vida pierde una cierta atención escatológica. Entonces, el seguimiento de Cristo tiende a centrarse en el campo terrenal y no está bien enfocado en la meta. Aquí podría radicar una primera causa para una cierta somnolencia. La regularidad de los días que transcurren nos envuelve, y entonces fácilmente se genera una falsa seguridad, que procede más de la naturaleza del hombre que de saberse cobijado en Dios.
La crisis del coronavirus, con todas sus consecuencias, rompió en este año el esquema del transcurso habitual de nuestros días. De repente, muchas cosas son tan distintas. Para muchas personas cambió enormemente la vida usual; la libertad de viajar se ha perdido casi por completo; aparecen los problemas económicos; las personas han de colocarse mascarillas y así surge ante nuestros ojos un espectro absurdo. Las iglesias en parte se convierten también en escenarios de estas mascaradas, o incluso permanecen cerradas; queda restringida la libertad de practicar la religión y de reunirse; la Santa Comunión, conforme a la disposición de no pocos obispos, que van más allá de su autoridad, en adelante ha de distribuirse sólo en la mano. Médicos han señalado que los factores de riesgo al comulgar en la boca no son mayores; sin embargo, muchos obispos mantienen la disposición de la comunión en la mano. El uso obligatorio de mascarillas es cuestionado por científicos, e incluso señalan que su uso excesivo podría traer efectos perjudiciales….
¿Quién hubiera podido imaginar este escenario un año atrás? ¿Qué son todos estos signos? La lectura de hoy advierte que de repente vendrá la ruina sobre la humanidad. Esta plaga con sus consecuencias ¿no tiene acaso carácter repentino y de ruina?
Claro que podemos considerar todos estos acontecimientos simplemente como consecuencias normales de la pandemia, como sencillas medidas de prevención.
Pero, ¿es eso todo lo que debemos pensar al respecto? ¿No convendría más bien preguntarnos qué es lo que el Señor nos quiere decir con todo esto? De hecho, nada sucede sin que Él lo permita. ¿Podemos ver aquí un signo apocalíptico, siendo así que afecta prácticamente al mundo entero? ¿Cuál es la respuesta adecuada ante un acontecimiento que prácticamente de un día al otro determina la vida de muchas personas? ¿Será que con esta pandemia irrumpe el “ladrón”, que se vale de estas circunstancias para a partir de ahora poder determinar nuestras vidas?
A los “hijos de la luz” se les exhorta a la vigilancia y a la sobriedad; contrarias a la somnolencia. Por eso, tenemos que plantearnos estos cuestionamientos, aunque no podamos inmediatamente hallar las respuestas. Sería muy extraño pretender explicar sin Dios un suceso de dimensiones tan globales, y buscar las causas en el plano meramente natural. Si Dios permite una plaga tal, tendrá sus razones y, por tanto, también sus planes.
Lo que ciertamente debe suceder como primero es una sincera conversión. El buen desarrollo de la vida humana está necesariamente vinculado al cumplimiento de los mandamientos de Dios. Los terribles pecados de la humanidad claman al cielo. Basta con pensar en el constante asesinato de niños inocentes, sin considerar aquí todas las otras ofensas que se cometen contra Dios.
Al vernos confrontados a una tal plaga, se nos plantea urgentemente la cuestión de las prioridades de la vida. En otras palabras, a través de un suceso como éste, Dios llama a los hombres a la conversión. De pronto se quebrantan las rutinas que nos eran tan naturales. Ya nada es seguro. Ya no podemos edificar nuestra seguridad sobre los derechos y libertades individuales ni sobre la fiabilidad de los gobiernos. Incluso la roca de Pedro parece quebradiza. Al mundo se le presenta la amenaza de que esta pandemia sólo podría vencerse a través de estrictas medidas.
¿Qué pasará mañana? ¿Será que en futuro sólo podremos movernos, comprar, trabajar etc., con un certificado de vacunación y bajo sistemas de control digitales? ¿Vamos a aceptar todo esto sin más?
La única respuesta válida será la de abandonarnos incondicionalmente en Dios, poniendo en Sus manos nuestra vida, nuestras familias, comunidades, naciones, el mundo entero… Al hacerlo, crecerá nuestra confianza en que el Señor nos guiará a través de estas purificaciones y se valdrá de ellas, para que las personas lo busquen a Él y la Iglesia sea liberada de aquello que no hace parte de Ella, recuperando así su belleza, tal como la encontramos en su modelo, la Virgen María.
¡No será el optimismo natural el que nos sostenga en estos tiempos difíciles; sino la mano del Señor! ¡Y hemos de prepararnos para el siguiente tramo en el camino!