“Él te librará de la red del cazador, de la peste funesta” (Sal 90,3).
Aunque, sin duda, estamos a salvo bajo las alas de nuestro Padre y Jesús cuida de los suyos, como nos asegura el Evangelio según San Juan (17,12), nuestra vida sigue estando rodeada de peligros. No en vano, la Sagrada Escritura nos advierte de que «el diablo anda rondando como león rugiente, buscando a quién devorar» (1Pe 5,8). Por eso debemos estar alerta en todos los sentidos para no caer en las trampas y en los lazos que el enemigo de nuestra alma tiende a nuestro alrededor. Pero, como sabemos, no solo es el diablo quien nos pone en peligro, sino también nuestra carne y el mundo. Por ello, debemos refrenar nuestras apetencias para no caer en dependencias y permanecer vigilantes para no sucumbir a los seductores placeres y vanidades de este mundo.
Por más que estemos vigilantes, puede suceder que no identifiquemos con suficiente rapidez las artimañas de nuestros enemigos para hacerles frente como corresponde. Es entonces cuando tomamos conciencia de cuántas veces nuestro Padre ha intervenido a nuestro favor para que no seamos devorados y nos ha proporcionado una salida, a veces en el último momento. Sin duda, todos podríamos dar testimonio de tales experiencias. Nunca debemos olvidar dar gracias al Señor por velar tan atentamente sobre nosotros.
Las palabras del salmo 90 pretenden, por un lado, recordarnos que tenemos un protector potente y fiable en nuestro Padre, que incluso pone a nuestro lado a un ángel para cuidar de nosotros. Por otro lado, nos recuerdan que realmente existen poderíos que quieren sumirnos en la desgracia. Esta advertencia nos ayuda a no mecernos ingenuamente en una falsa seguridad, sin percibir los peligros que nos rodean, sino a asumir con realismo el combate que nos ha sido encomendado, con la confianza puesta en nuestro Padre.