LA VIDA ETERNA

Alzando sus ojos al cielo, Jesús dijo: “Padre, glorifica a tu Hijo (…), por cuanto le diste autoridad sobre todo ser humano, para que Él dé vida eterna a todos los que Le has dado. Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.” (Jn 17,2-3)

El Padre le ha dado a su Hijo el poder sobre todo ser humano. Sabemos de qué tipo de poder se trata: es el “poder del amor”. Cuando los fieles doblan sus rodillas ante Jesús, se postran ante un Rey que dio su vida por ellos y obtuvo así poder sobre sus corazones. Más que servir al Señor por temor a su majestad, nos adherimos a Él con gran amor.

El Padre nos ha confiado a nosotros, los hombres, a su propio Hijo, para concedernos a través de Él lo más valioso que puede darnos: la vida eterna.

En el Hijo reconocemos al Padre (cf. Jn 14,9). El Hijo rescató de la esclavitud a la posesión tan preciada del Padre –a la humanidad– y guardó a los que le habían sido encomendados, de modo que “ninguno de ellos se perdió, excepto el hijo de la perdición” (Jn 17,12).

Conocer al único Dios verdadero es amarlo. Conocer a Jesucristo es amarlo, porque ha sido enviado por el Padre. Todo esto nos lo revela el Espíritu Santo, que, enviado por el Padre y el Hijo, clama en nuestros corazones: ‘Abbá, Padre’ (Gal 4,6).

Así, la vida eterna inicia ya aquí, en nuestra peregrinación en este mundo, cuando reconocemos y correspondemos al amor de Dios. Aquí aún con limitaciones; allí, en la visión beatífica de Dios, sin límites, conforme a la medida que Dios haya dispuesto para nosotros en su amor y en base a nuestra respuesta a Él.