La vida espiritual (Parte II)

 

Habíamos concluido la meditación de ayer con estas palabras del Señor: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre del cielo” (Mt 5,48).

Para entender mejor el camino de la transformación interior que Dios obra en nosotros, miremos primero atrás, para fijarnos en el estado originario que gozaba el hombre en el Paraíso y cuáles fueron las consecuencias que marcó en el alma la caída en el pecado.

De los relatos del Génesis se deduce que en el Jardín del Edén el hombre vivía en una relación cercana e inalterada con Dios. Sin embargo, su ser, creado a imagen y semejanza de Dios, experimentó una profunda irrupción tras la caída en el pecado. Mientras que antes vivía en integridad y armonía, tanto a nivel natural como sobrenatural, a consecuencia del pecado se separó de Dios y, debido a ello, surgió también una gran desarmonía en la relación consigo mismo y con el prójimo. También las potencias de su alma quedaron profundamente afectadas: el entendimiento se ofuscó y la voluntad se debilitó. Si en su estado originario el hombre era el “señor en la propia casa” –es decir que sus potencias espirituales regían sobre sus pasiones e impulsos–, ahora a menudo se ve dominado por las pasiones desordenadas. Incluso un testigo tan fidedigno y santo como el Apóstol Pablo sufría bajo esta condición:

“No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero (…). Veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros” (Rom 7,19.23).

Así, en el interior del hombre se refleja el drama cósmico… Recordemos que una parte de los ángeles se había sublevado contra Dios, y éstos, al tentar al hombre, procuraron arrastrarlo e involucrarlo en esta rebelión. Así, una parte de la Creación se levantó contra el Creador, provocando un desorden cósmico. Aquellos que por naturaleza eran inferiores y estaban destinados al servicio amoroso de Dios –a saber, los ángeles y los hombres– quisieron ser ellos mismos como Dios y reinar.

Lo mismo sucedió también en el interior del hombre: nuestras pasiones e impulsos dejaron de obedecer naturalmente a las órdenes de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad, de modo que se encuentran en una rebelión.

El camino espiritual –o la transformación interior del hombre a través del Espíritu de Dios– nos concede ahora el despliegue de la gracia del bautismo, en el que se nos infundió la luz de la fe, aunque no la visión beatífica de Dios, que sólo en la eternidad podremos gozar plenamente. Asimismo, el Espíritu Santo nos fortalece para recuperar en gran medida el dominio sobre nosotros mismos.

Así, en el camino espiritual empieza a restablecerse en nosotros la imagen según la cual fuimos creados. Y más aún, porque, gracias a la obra redentora de Jesucristo, el Hijo de Dios, podemos quedar aún más profundamente unidos a Dios que nuestros primeros padres en el estado paradisíaco. Entonces, en su insuperable amor, Dios no sólo restaura todas las cosas, sino que hace al hombre caído partícipe de su propia gloria, vistiéndolo con el “traje de fiesta” a través del perdón de los pecados y del camino de la santificación, que lo hace digno de entrar en el “Banquete de Bodas del Cordero” (Ap 19,9). Ya en nuestra vida terrenal empezamos a pregustar la gloria de Dios, aunque aquí apenas podemos ver a Dios “como a través de un espejo, borrosamente”, en comparación con la eternidad, donde lo veremos “cara a cara” (1Cor 13,12).

Antes de llegar ahí, tendremos que recorrer primero un camino, en el que Dios nos guiará…

La primera conversión

Mientras nuestra vida no corresponda a los mandamientos de Dios, Él nos llamará a la conversión, a la “primera conversión”, al encuentro con el Dios vivo y al estado de gracia en la observancia de sus mandamientos. Si respondemos a este llamado, abrazando la fe en Jesucristo y acogiendo su gracia; si nos ponemos en manos de Dios y nos apartamos sinceramente de la vida del pecado, empezará para nosotros una vida nueva. Es Dios quien llama y atrae, pero es el hombre quien sigue su llamado y se decide por esta vida. Así, sale de la “vida de la dispersión” y se vuelve hacia Dios; deja atrás una vida de indiferencia y lejanía de Dios a cambio de una vida cerca de Él.

Tras su “primera conversión”, el hombre empieza a amar a Dios con su voluntad y a menudo percibe a nivel sentimental la cercanía del Señor. Comienza a relacionar todo con Dios y, con su ayuda, intenta desprenderse de las cosas y pasiones que aún lo dominan. Empieza a leer la Sagrada Escritura, las vidas de los santos y otros libros espirituales; cultiva la oración y se deleita en las ceremonias y contenidos religiosos; acude a recibir los sacramentos y lucha sinceramente por la santidad y las virtudes. Las personas que han experimentado una conversión a menudo son muy fervorosas y tienen un gran fuego en su interior.

Fue el amor de Dios que las llamó a la conversión y las sacó de una vida lejos de Él, una vida de confusión y pecado, o de tibieza e indiferencia, para introducirlas en una vida de cercanía a Él y en un decidido seguimiento de Cristo.

Si seguimos las mociones de su amor, la primera conversión habrá sido apenas el valioso inicio de un largo camino espiritual. Dios nos atrae y nosotros respondemos.

Quien ha emprendido intensamente el camino de la fe y ha conocido a Jesús como su Señor, sabe quién es Aquel que lo ha llamado y que vale la pena seguirlo. Si permanece fiel a Dios, empezará a recorrer el camino que lo conduce desde la primera hasta la segunda conversión.

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