“LA VIDA DE DIOS EN NOSOTROS”  

«Permaneced en mí, para que mi vida pueda fluir a través vuestro» (Palabra interior).

Esta frase se asemeja mucho a las palabras que conocemos del Evangelio de San Juan: «Permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15,4). El Señor nos invita a entregarle nuestro corazón por completo y a vigilar para que este nunca se aleje de Él.

Esto implica permanecer en su palabra, moverla en nuestro corazón como hizo la Virgen María (cf. Lc 2,19), y recibir los sacramentos del amor. De esta manera, permanecemos en el Señor y prestamos atención a sus indicaciones.

Entonces comienza a fluir la vida divina: son los manantiales de amor que brotan del corazón de nuestro Padre y están destinados a llegar como agua viva a las almas sedientas y resecas de los hombres que ansían la verdad y la vida. El alma del hombre llora cuando es engañada: cuando, en lugar de recibir el alimento espiritual, se encuentra con la abominación del pecado; cuando, en lugar de los cánticos celestiales, tiene que soportar el bullicio de este mundo; cuando, en lugar de escuchar la verdad que anhela, se le inculca el veneno de la mentira.

Nuestro Padre desea comunicar su vida divina a través de los suyos, para que estos sean sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,13-14) y puedan tocar los corazones de los hombres, a menudo marchitos, derritiéndolos con el amor de Dios. ¡A eso estamos llamados!

¿Es difícil? Sí y no. Sin duda, requiere esfuerzo. Exige que busquemos primero el Reino de Dios (Mt 6,33), que asumamos la plena responsabilidad de nuestra vocación, que nos sometamos al dulce yugo de Cristo y no nos dejemos influenciar por los engaños de este mundo.

Por otro lado, no es difícil, porque cuando crece en nosotros el amor y, por tanto, la vida de Dios, entonces ya no nos fijamos en los esfuerzos, sino que el amor divino nos sostiene y nos impulsa. Es su vida la que late en nosotros y permanece para fluir a través nuestro hacia los demás.